12/31/2005

¡FELIZ AÑO NUEVO!

A TODOS LOS MIEMBROS DE ESTE BLOG: FELIZ 2006

12/29/2005

El concepto de arte

Artículo en preparación

Feliz Navidad

En una noche como esta conviene recordar el momento y que mejor que una representación de la Sagrada Familia. La noche más larga del año se hace la más luminosa del año. Los hombres amaneces a una nueva existencia a la verdadera existencia. Muchas felicidades a todos y a todos los aficionados a la fotografía que hubieran disfrutado captando ese momento.

12/28/2005

Almendro

Esperando la primavera se ha desprendido de todas sus hojas y frutos, sólo carga con tres pequeñas almendras señalando que quedan lejanos los momentos de gloria.

12/25/2005

La Belleza

La belleza A. Descripción fenomenológica de los distintos géneros de be­lleza: 1. La belleza en las artes representativas. 2. La belleza en las artes no representativas. 3. La belleza en el ser humano y en la naturaleza. B. Fundamento metafísico de la belleza: 1. Propiedades fundamentales del fenómeno de lo bello. 2. ¿Qué es belleza? El fenómeno de lo «bello» presenta diversas vertientes de tal modo diferenciadas que no cabe ofrecer una defi­nición precisa y exhaustiva del concepto de belleza sin riesgo de unilateralidad. La belleza, como la verdad, es siempre polifónica, armónicamente compleja y dinámica. Es im­prescindible, en consecuencia, conceder a tal concepto un cierto margen de libertad, a fin de que pueda saturarse de sentido a medida que se someten a detenido análisis las diversas formas de lo bello. Al disponer de un con­cepto de belleza grávido de significación, es posible precisar su sentido radical y, de consiguiente, su alcance. Más que dejar constancia de las múltiples definiciones que se han dado de la belleza, conviene, pues, realizar una descripción fenomenológica de los distintos géneros de la misma, para, en un segundo momento, intentar descubrir sus fuentes a la luz que brota en el seno mismo de la experiencia estética. A. Descripción fenomenológica de los distintos géneros de belleza. 1. La belleza en las artes representativas. a) Plástica. La escultura clásica presenta dos vertientes, netamente diferenciadas y complementarias: la figura ex­presiva y el mundo de sentido que en ella alienta. La con­templación estética «ve» en la imagen pétrea del Discóbo­lo, p. ej., una acción humana deportiva y todo el ámbito significativo que ésta implica: la tensión espiritual que entraña el lanzamiento del disco, el movimiento corporal, el campo deportivo en que tiene lugar, el entramado de líneas de fuerzas sociales en que se halla dinámicamente inserto, etc. Se trata de una visión concreta y simultánea de realidades diversas, enlazadas por un vínculo expre­sivo. Merced a la tensión expresiva que le imprimió el artista, la imagen presenta una vibrante vitalidad,. que tiene el poder de transfigurar su condición material-opaca y conferirle una singular transparencia o capacidad de saturación de sentido. Si un contemplador la mira con penetración estética, sin enquistar la atención en las im­presiones sensoriales o en datos que sólo afectan al inte­rés vital, en ella se presencializa la trama de significa­ciones que conjura, por resonancia, la realidad que tal imagen representa directamente. Esta trama significativa implica un ámbito de realidad que ejerce respecto al hom­bre una función envolvente nutricia y hace posible, en consecuencia, por parte del mismo una experiencia de participación inmersiva. Cuando una figura se constituye, en virtud de su configuración propia, en vehículo viviente de presencialización de un campo de sentido que envuelve nutriciamente al hombre e implica, por ello, para él un «valor», adquiere el alto rango de «imagen». La imagen es «vía abierta» a los ámbitos más hondos de la realidad. Éstos, a su vez, toman cuerpo en ella, se objetivan sin objetivizarse, sin reducirse a meros objetos, antes conser­vando su hondura primigenia. Toda imagen es encarna­ción viviente de un contraste notable que ella agudiza y salva a la par: el desnivel entitativo que media entre lo sensible y lo metasensible, lo concreto-deli­mitado y lo concreto-ambital, lo asible, mensurablemente preciso y lo atmosféricamente distenso. Al producirse esta fecundante integración de vertientes diversas pero complementarias, surge algo nuevo, una especie de ám­bito de realidad inédito, cargado de virtualidades. Esta aparición de una realidad nueva desprende una forma específica de luminosidad o esplendor. b) Pintura. El desnivel entre los planos (objetivo-expre­sivo y metaobjetivo-expresante) que integran la obra de arte pictórica es todavía mayor que en la escultórica, ya que en una superficie bidimensional cabe representar rea­lidades de tres dimensiones mediante el juego de la pers­pectiva. En esta representación, los medios expresivos remiten con toda su energía a las realidades diseñadas, pero no se agotan en esta función remitente, como si fueran meros signos prosaicos, antes potencian su signi­ficación de elementos sensibles a medida que se convier­ten en el ágil y transparente «cuerpo de presencialización» de realidades metasensibles. Esta «transparencia comuni­cativa» que adquiere lo sensible cuando se convierte en vía abierta a lo metasensible va siempre aliada con el sentimiento de belleza y con la sensación de plenitud, no sólo de «agrado», que produce todo fenómeno de «trans­figuración» o «potenciación entitativa». El entrecruzamiento integrado de estos dos campos di­versos de realidad, el de los medios expresivos y el de los objetos, ámbitos o acontecimientos expresados, da lugar a un ámbito nuevo de realidad dotado de una singular autonomía: la trama de líneas de sentido que constituyen la obra de arte pictórica. En esta trama puede y debe sumergirse cocreadoramente el contemplador, mo­viéndose en el ámbito o entramado de ámbitos a que remite el cuadro más allá y en nivel superior al espacio real-objetivo en que se halla instalado y dejando prender y nutrir su vista por la luminosidad que brota en su interior, con independencia de la luz real-objetiva que ilumina la sala. Ese entramado de líneas de fuerza consti­tuido por la obra de arte y por la relación cocreadora del contemplador con la misma no es «real» en el sen­tido objetivo (asible, mensurable) de la realidad cotidia­na, pero sí lo es en el sentido eminente de una realidad «lúdica», en la cual todo elemento cobra una significación nueva al entrar en relación viviente, funcionalmente cargada de sentido, con los demás elementos. De ahí que, aun faltando un «argumento» en la pintura, la interacción misma de sus elementos constituye de por sí un «tema» y abre un mundo de sentido que trasciende el nivel me­ramente sensible de los medios expresivos. De este modo, incluso en la pintura no figurativa, se mantiene el desni­vel entitativo entre lo expresivo y lo expresarte, la forma y el fondo. Cuando este desnivel no implica escisión o mera yuxtaposición, sino esforzada integración encarna­dora, 1a obra de arte pictórica gana la forma eminente de unidad que brota de la diversidad vencida. Este dominio se traduce en luz, en el modo singular de resplandor que sigue a todo acto de transfiguración por vía de asunción expresiva (que es género excelso de unificación de lo múl­tiple). Los ámbitos de realidad a que remite la obra pictórica y la luz que en la misma brota no desempeñan primariamente un papel «argumental», sino «temático», v su función no consiste tanto en servir de objeto y medio de visión, respectivamente, cuanto en fundar un «orden», una trama dinámica de sentido en e1 seno de la obra artística. En consecuencia, la contemplación de una pintura figu­rativa, para ganar en verdad el nivel «artístico», debe trascender el plano trivial de los meros «objetos», para instalarse en el nivel de la creación de «ámbitos interac­cionales de sentido». De ahí su carácter ascéticamente «selectivo», «penetrante», «quintaesenciado» e «irreal». en el sentido positivo de «metaobjetivista». Por moverse el arte pictórico al nivel de las estructuras profundas de las realidades representadas, no es ilógico que, merced a la libertad que le confiere este su carácter «irreal», nos muestre tan a menudo el camino para la recta interpre­tación y honda lectura de los elementos que constituyen nuestro confiado pero, en rigor, desconocido mundo -co­tidiano. Que el arte pictórico no tiende tanto a dejar constan­cia, por vía de imitación, de la figura de ciertas realida­des, cuanto a dar cuerpo a todo un «ámbito», o entrama­do de ámbitos, de realidad, queda de manifiesto en el arte del retrato. Más que la figura del personaje retratado, es su personalidad y su biografía lo que debe presencializarse en el lienzo, con sus vicisitudes pasadas y presen­tes y con la tensión que de ellas se sigue para el futuro. En un retrato bien logrado resplandece la «idea indivi­dual» (N. Hartmann) de la persona representada, su in­transferible peculiaridad y carácter. Pero sucede que, pro­digiosamente, a medida que ahonda la obra de arte en la quintaesencia de lo «personal», pone al descubierto la condición humana universal, y gana con ello un alto «poder simbólico», que es característica inalienable de toda forma de creación artística. c) Poesía. La incumbencia primaria del poeta no es «inventariar» lo que por anodino no perdura, ni «inven­tar» lo irreal en cuanto «no-real», sino intuir y expresar aquello que, por «profundo», desborda el campo de lo sensible huidizo. Para ello cuenta con el medio eficaz del lenguaje. La palabra prosaica «apunta» a una significación, y agota en ello su razón de ser. La palabra poética «encarna» una significación, se convierte en vehícu­lo viviente de la misma, y, al engarzarse con otras palabras en el ritmo orgánico de la frase, del periodo, de la obra poética, da lugar a una compleja trama de sentido que puede albergar mundos complejísimos de realidad. La palabra poética retiene sobre ella la atención del contem­plador y la remite, simultáneamente, a los ámbitos de sentido que constituyen la atmósfera envolvente y nutri­cia del ser humano. Este carácter ambital que tiene la palabra merced a: su poder de encarnar ámbitos de realidad y de sentid, (sentido es la realidad en cuanto nutriciamente envol­vente) fundamenta la vecindad de la palabra y la imagen; que no es nunca mero signo, sino lugar viviente de en­carnación de aquello que significa. Por eso la palabra poética, cuando es tal, florece en imágenes espontáneamente v evita la aridez agostadora de los términos redu­cidos a la función meramente significativa de evocar con­ceptos abstractos, descarnadamente universales. Este carácter «sensible» y «metaobjetivo», a la par, de la imagen revela la condición eminentemente real de la fantasía, que no es la facultad de lo «irreal-fantástico». sino de aquellas vertientes de la realidad que, por su hondura y ambitalidad, desbordan el poder intuitivo de los sentidos. La obra poética elabora un ámbito de reali­dad autónomo que se destaca de lo real-objetivo no como lo irreal de lo real, sino al modo como lo «profundo va­lioso» se distingue de lo «superficial-anodino». El esque­ma «real-irreal» es demasiado tosco para expresar las su­tiles interrelaciones que median entre los niveles de rea­lidad que son objeto de una visión prosaica y de una contemplación estética. El mayor despego de la imagen plástica que tiene la palabra respecto al que ostentan la escultura y la pintura confiere a su carácter de imagen una más honda «transparencia» en orden a la encarna­ción viviente de ámbitos de sentido. Las palabras, y más aún las frases y periodos, exigen un campo de libre juego en el que moverse con libertad v potenciar su significa­ción. La amplitud de ésta desborda indefinidamente la capacidad expresiva de las imágenes concretas. Por eso es tan difícil el intento de traducir en imágenes visuales el contenido de una poesía. El poder creador del «poeta» consiste en hacer posible una visión de lo real en profundidad, bien sabido que lo profundo no es lo recóndito e insólito, sino la realidad en su plenitud de desarrollo y autodespliegue. De ahí que si la poesía estiliza la realidad y la transustancia, no persigue con ello la simple evasión de la realidad cotidia­na, sino el adentramiento en su sentido más hondo, el que se va creando a medida que se fundan más amplios y complejos ámbitos de interacción. Esta fundación es por parte del hombre una actitud de «compromiso», la voluntad de vivir a un nivel de altas presiones de comu­nicación, ya que la vida no es sino un modo de relación dialógica en clima de amor y acatamiento. De ahí que la luz poética, como la filosófica, sólo vibre a través de un medio hecho transparente por la reverencia. Es com­prensible que las épocas vertidas febrilmente al dominio y manipulación de lo real deprecien el quehacer poético como algo irreal e ineficiente. La tenacidad, sin embargo, con que se impone a lo largo de los siglos la tendencia poética es signo inequívoco de que el «juego poético» afecta a niveles muy hondos de la vida humana. Cuando la quintaesencia de la realidad queda prodigiosamente concentrada en el lábil, grácil y discretísimo cuerpo sonoro de la palabra, ésta se convierte en imagen viviente, y cobra una singular transparencia. La transparencia res­ponde aquí a un «poder de unificación» que es una forma de dominio y de luz, pues en rigor sólo se comprende lo que está transido de «orden». Esta ordenación lumi­nosa provoca en el contemplador una sensación de pleni­tud, una gozosa vibración estética. d) Arte escénico. La vinculación de palabra, ámbito e imagen constituye la clave para entender cómo surge la belleza en el arte escénico. La palabra plena es la palabra hablada, la palabra que corona el proceso expresivo hu­mano. La palabra esencial no es mero «medio para» transmitir contenidos objetivos, sino «medio en» el cual el hombre se auto revela como un ser que sólo alcanza su plenitud cocreando ámbitos de interrelación con los demás. Como este acto cocreador se da justamente en la palabra, ésta es para el hombre un medio ineludible de autorrealización. Cuando la palabra es encarnada por un actor, queda situada en su «justo medio», en el contexto situacional que le compete, como lugar viviente de inter­sección entre el ámbito personal del autor y el del espec­tador. La palabra crea entonces un campo de interferen­cia: el ámbito de contemplación estética, que es algo activamente correlacional. La imagen del actor (su rostro, su mímica, su porte, su andar, el tono de la voz...) cobra valor expresivo al quedar inmersa en la «imagen envol­vente» de la palabra vista como encarnación viviente de un ámbito de sentido. Por eso llamamos «inspirado» al actor que se integre con un modo de participación cocreadora en los campos de sentido que sugieren las palabras. Esta relación nutriciamente envolvente sólo pue­de darse merced al carácter ambital de la expresión huma­na, de la imagen y del sentido. De ahí la común raíz de las palabras «sentido sensible», «sentimiento» y «sentido inteligible». Toda forma de sentir implica en algún grado la cocrea­ción de un ámbito perceptivo. Por muy hondas razones, pues, la palabra «proclamada» desborda el alcance de la simplemente «leída», al inscribirse en una trama ambital más amplia. Si la palabra sólo alcanza su plenitud de significación en el ensamblaje de la frase (que implica un cruce de ámbitos), el lenguaje no logra su cabal den­sidad y hondura sino en el ámbito de la intercomunicación cocreadora de mundos inéditos de experiencia humana y, por tanto, de luz. La palabra en el teatro cobra su plena eficacia creadora y reveladora, pues se evade del poder de manipulación que la hace degenerar en mera cháchara. En cambio, la palabra a solas, puede ser tomada como mero signo que remite instrumentalmente al mundo de los conceptos. Por eso el papel del actor supera con mucho al del mero declamador, ya que la «encarnación» de la obra, al modo de la ejecución musical, desempeña un come­tido «poético» de cocreación de ámbitos interrelacionales: ámbitos de inmersión en el «papel» (en el complejo sig­nificativo del personaje representado); ámbitos de impli­cación de este personaje con los demás de la obra; ámbi­tos de interferencia entre el mundo de los actores y el de los espectadores. De ahí la importancia de los «estre­nos» en la vida teatral, ya que en ellos adquieren las obras su plena realidad. El actor encarna el personaje, es su imagen viviente, su lugar de presencialización. Cuando tal encarnación tiene lugar, estamos ante un quehacer artístico, orlado de cierto grado de belleza. Cada representación artística im­plica una intersección múltiple de ámbitos. Esta inter­acción fecunda no constituye una ilusión de realidad, sino un «juego real», una trama real de campos de sentido. Cada una de las acciones representadas carece de reali­dad, pero ostenta una singular eficiencia al insertarse en la dinámica de líneas de fuerza que constituye la acción dramática. 2. La belleza en las artes no representativas. Ciertas artes, como la música, la ornamentación y la arquitectu­ra, carecen, en sus más puras manifestaciones, de argu­mento extra-artístico, y su actividad parece reducirse a un libre juego de formas. Si distinguimos, no obstante, el «argumento» y el «tema», podemos advertir en estas manifestaciones artísticas una bipolaridad de planos aná­loga a la que descubrirnos en las artes representativas, si bien mucho más sutil y difícil de adivinar, por su con­dición inobjetiva. Este desnivel entitativo libera una poten­te energía expresiva que es fuente de belleza. Por lo que se refiere a la música, se advierte que, apar­te de los efectos anímicos que en ella se expresan y que constituyen una especie de «tema» de carácter metaob­jetivo, sutilmente ambiguo y ágil, se da una suerte de orden metasensible, de «formas germinales» que desbor­dan la fugacidad de los sonidos y les confieren unidad en la distensión, vinculación dinámica. El oír estético se extiende simultáneamente a estos dos niveles jerárquica­mente engarzados, el de los sonidos y el de los elementoconfiguradores que les otorgan unidad y sentido. Este entramado de sentido resplandece a través de la gama sucesiva de sonidos como un género específico de esplendor. De ahí la emoción gozosa que se experimenta al «oír», inmersas en el bosque de los sonidos, las «frases» musicales y, envolviendo a éstas, las diversas «formas» estructurales: la sonata, la sinfonía, el rondó, la fuga, etc. Se trata de un emocionante cruce de ámbitos que queda plasmado con singular transparencia en la materia sono­ra. No procede, pues, tanto contraponer los modos de belleza «libre» o «formal» y los de belleza «adherente» o «expre­siva» (Kant), cuanto integrarlos, mediante un riguroso análisis de los diversos modos de expresividad y de for­malidad. 3. La belleza en el ser humano y en la naturaleza. Cuan­do no se trata de obras artísticas creadas por el hombre con el fin de encarnar contenidos expresivos y producir belleza, es más arduo descubrir la antedicha bipolaridad de niveles. Ésta se da notoria y luminosamente en los seres naturalmente expresivos, como es el hombre, que posee en tal medida el don de autoexpresarse que puede supe­rar la «necesariedad» con que lo hace el animal. Por eso la veracidad es un modo tan intenso de expresión que produce una especial luminosidad y, por tanto, belleza Si la vida interior de un hombre se desborda de tal modo al exterior que satura sus medios expresivos y los trans­figura, convirtiéndolos en campo abierto a su patentización, todo el ser humano cobra un específico brillo y transparencia que es fuente de belleza, aunque la interioridad expresada no ostente las cualidades que comúnmente se consideran bellas. Piénsese en figuras literarias como Ri­cardo III o Fausto. La belleza no radica en el valor moral de la persona, sino en las condiciones de transparencia y plenitud que ostenta su autorrevelación a través de los medios expresivos (formas y dinamismo corporales). En casos, una persona, aun no poseyendo formas excelente­mente proporcionadas, puede considerarse bella merced a su alto poder expresivo. De ahí arranca la belleza de un rostro anciano, de una figura típica o arquetípica, así como, en otro plano, la de una situación vital dramática. Para captar estas formas de belleza, se requiere en el contem­plador una actitud de desinterés o distanciamiento res­pecto a la «vida cotidiana», en la cual la visión estética está excesivamente vinculada al «interés vital», del que arranca la prevalencia que ha tenido la belleza del cuerpo bien formado. Esta «distancia de perspectiva» se alía necesariamente con la forma de «compromiso» que es so­brecogimiento reverente ante lo valioso, y se traduce, así, en perspicacia para advertir las calidades plástico-expre­sivas de las realidades y acontecimientos humanos. El arte verdadero surge en esta fecunda confluencia de dis­tancia y acercamiento que hace posible una visión en profundidad de las realidades complejas. a) La belleza de los seres vivos. En determinadas cir­cunstancias, la figura de los animales constituye un ob­jeto estético que remite nuestra visión a una realidad metasensible: el prodigio de la vida orgánica, con su maravilloso poder de configuración, adaptación, regene­ración y acoplamiento al medio, cualidades que revelan una poderosa armonía y un orden envolvente. Esta con­templación sensible-inteligible de una figura en la que resplandece una vertiente profunda de la realidad tiene un carácter netamente estético, que admite diversos gra­dos en proporción directa a la magnitud del desnivel entitativo que media entre el plano expresivo y el expre­sante. Cuando el hombre supera el influjo de ciertas aversiones de tipo vital respecto a alguno, seres orgáni­cos y adopta una «distancia estética» (forma de compro­miso dialógico con las estructuras hondamente expresiva de la realidad), todo el reino de los seres orgánicos, ani­males y plantas, se ofrece a la intuición estética como la esplendorosa automanifestación de un latente equili­brio y poder configurador. De este modo las figuras se convierten en heraldos vivientes de las formas que en ella llegan a pleno desarrollo, en ellas vibran y hacen glorioso acto de presencia. La bipolaridad del concepto «forma», con su doble vertiente de «principio con configurador» y «figura resultante de tal proceso», está en la raíz de la ambigüedad inherente al fenómeno de lo bello y a toda la Estética. Para comprender el alcance positivo de esta ambigüedad se requiere un concepto muy ágil de sensibilidad, como vía abierta a lo profundo expresante, y de contemplación, como visión inmediata-indirecta de las realidades que se presencializan por vía expresiva en los medios sensibles. Esta dualidad de planos de lo real, jerárquicamente distintos pero complementarios, constituye un «desnivel entitativo» que juega un papel crucial en Estética, ya que se halla en el origen del proceso consti­tutivo de los seres internamente ambitales y, por ende, expresivos. b) La belleza de los órganos dinámicos naturales. La contemplación de las realidades no vivientes cuyas figu­ras son imágenes patentes de una ordenación interna pro­ducen un intenso goce estético. Los remolinos del agua en un torrente, el zigzagueo del rayo, tan semejante al cauce de un río, visto a la debida altura, el esquema membranoso de una hoja de árbol, las ondas concéntri­cas del agua agitada en un punto determinado, y mil otros fenómenos naturales, aparecen a la visión humana insertos en una trama de sentido que en ellos adquiere presencia bajo forma de imagen. Este poder configurador del orden soterrado es el que confiere tan alto valor estético a las fórmulas matemáticas y a las figuras geométricas cuando, mediante la fuerza de la intuición sen­sible-inteligible, se las «ve», respectivamente, como ima­gen visible de ordenaciones latentes (piénsese en la «armo­nía cósmica» de Kepler) y como el fruto de un proceso genético de constitución, según el cual, conforme a leyes determinadas, la línea engendra la superficie y ésta el volumen. La belleza, tan destacada por los antiguos, de las figuras geométricas no responde tanto a su configuración estática cuanto al poder conformador que ostentan sus elementos generantes. No se olvide que, tras toda figura geométrica, incluso una simple línea y sus inflexiones, está presente y actuante un elemento de matemática inte­ligibilidad. El arquitecto Juan de Herrera cantó las exce­lencias de la figura cúbica en su obra Teoría de la figura cúbica. La contemplación del alto cielo estrellado es fuente de belleza por su serena elevación, que es una forma de dominio, su armonía conjunta den­tro del aparente desorden, su ritmo uniforme a lo largo y ancho de la bóveda celeste. Si esta visión sensible es potenciada por la consideración del orden prodigioso que rige el dinamismo de las constelaciones celestes, la con­templación del firmamento acrecienta indefinidamente su valor estético. Por eso desde antiguo se consideró el «or­den de las esferas celestes» como «modélicamente bello». Por razones filosóficas y cosmovisionales: prevalencia de la subjetividad, con la consiguiente supervaloración del «gusto personal», interpretación mecanicista del mundo como masa amorfa, etc., a partir del s. xix el canon mo­délico de la belleza se buscó más bien en el Arte, visto como una «creación» del espíritu humano, del cual se supone constituye la naturaleza un mero reflejo. c) La belleza del paisaje. Cuando el hombre, a redro­pelo de su tendencia a sumergirse en el entorno con un tipo de inmediatez vital, lastrada por multitud de inte­reses, adopta cierta distancia de perspectiva respecto al mismo y acota un aspecto para sacar a superficie sus va­lores plásticos: color, figura, contrastes, etc., convierte el paisaje en objeto estético. Esta visión penetrante advierte tras la imagen sensible de las realidades intuidas una trama dinámica de interrelaciones: interrelación de la montaña y el cielo sobre el que se recorta; del árbol y la tierra en que se asienta; del bosque y la pradera; interrelación de estas realidades y la multitud de procesos orográficos a los que responden y a los cuales remiten, ya que en ellas tienen su lugar de presencialización. En la realidad se dan múltiples interferencias de ámbitos que el artista se cuida de plasmar en su máxima pureza e intensidad, prescindiendo de todo lo que signifique obra muerta en sentido artístico. Más que de reproducir o de imitar la naturaleza, debe hablarse de intuir, seleccionar, captar la trama de interrelaciones esenciales. Sólo a este nivel de «encuentro» con lo profundo de la realidad im­plica la mímesis de lo natural un acto creador y, por tanto, artístico. Las dificultades que plantea en el plano estético teórico el viejo concepto de mímesis y en el plano práctico el uso de modelos proceden del olvido de un hecho fundamental: que la belleza no se halla «dada» objeti­vamente en realidad alguna, sino que es fruto en rigor de un acontecimiento «ambital». Si puede muy justamen­te afirmarse que tal objeto «es» bello, esto responde a la capacidad que el mismo tiene de cofundar con un sujeto un campo de interrelación en que surge el modo de splendor que llamamos belleza. El fenómeno de lo bello muestra una tenacísima resis­tencia a los modos de explicación extremista y unilateral. Ni el sujeto decide, ni el objeto, sino ambos en cuanto se implican el uno al otro a través de la «cocreación ambital» que se da en la experiencia de participación inmersiva. Adviértase que cada realidad es lo que es en el «contexto» que le compete. Para plasmar el trasfondo esencial de la misma y convertirla en símbolo de su espe­cie, lo que procede no es, pues, «idealizarla», sino «ambi­talizarla», inmergirla en el ámbito de sentido en que adquiere su plenitud de significado. La idealización que no es sino desrealización no conduce nunca a la creación estética, que debe, por ley constitutiva, operar vinculada al suelo nutricio de la imagen, verdadera encrucijada de caminos entitativos. El artista penetra en la quinta­esencia de la realidad por vía no de evasión idealizante, sino de atención fidelísima a las resonancias internas de cada ser. Por eso es muy discutible la afirmación de que lo ideal del retratista sea representar en cada figura el carácter de la «especie», ya que a ésta sólo puede acce­derse, en rigor, a través del conocimiento de la «esencia individual» de los seres que la integran. La visión estética del paisaje no se reduce a una con­templación «pictórica» del mismo, en sentido esteticista, antes penetra con intuición genética en los estratos profundos de la realidad que resplandecen en las imágenes sensibles. Este resplandor es fuente de belleza porque implica un fecundo entrecruzamiento ambital. B. Fundamento metafísico de la belleza. A la luz de las experiencias estéticas anteriormente reseñadas, quedan de manifiesto: 1. Propiedades fundamentales del fenómeno de lo bello, que podemos sintetizar en los puntos siguientes: a) La belleza no es fruto de una especulación metafísica, sino una cualidad de lo real que brota espontáneamente en el seno de una determinada experiencia. b) No se reduce, por ello, a una impresión subjetiva, antes implica una correlación profunda entre un sujeto contemplador y un objeto contemplado. Por ser complejo y comprometer al sujeto contemplativo y al objeto con­templado, el fenómeno de lo bello ofrece una vertiente subjetiva y otra objetiva. Esta dualidad de vertientes hace posibles dos puntos de vista estéticos distintos, que pue­den convertirse en antagónicos y opuestos si se carece de tensión mental analéctica, es decir, de la capacidad de integrar planos complementarios. c) La integración de tales vertientes permite conceder al «juicio de gusto» el carácter reciamente objetivo que requiere para ser un modo de conocimiento riguroso (con la rigurosidad propia de las ciencias del espíritu), ya que, si bien tal juicio es competencia del sentimiento, al nivel de hondura en que se mueve la auténtica experiencia de lo bello el sentir supera el plano de lo meramente emotivo, de la conmoción vital irracional, para entrar en una relación muy fecunda con el entendimiento y la vo­luntad, es decir, con el conocimiento y el amor. El recto análisis de la experiencia de lo bello nos fuerza a superar desde el principio falsos dilemas y esquemas precarios, así como toda injustificada extrapolación de categorías. d) El estudio de la actividad psicológica que implica la experiencia estética no basta para determinar la natu­raleza de lo bello, pues tal experiencia tiene carácter dialogal-inmersivo. Los objetos bellos actúan respecto al sujeto no a modo de «cosas» o meros «objetos», sino de ámbitos, que ofrecen, merced a su carácter atmosférico-envolvente, la posibilidad de que el sujeto se inmerja en ellos con una actitud de participación cocreadora. Esta dialéctica de crear y recibir, perderse y ganarse, queda patente en la experiencia de la interpretación musical. Para clarificar con la debida fidelidad el fenómeno de la belleza deben integrarse los conceptos de subjetividad y obje­tividad en el de ambitalidad, en el cual potencian su significación y logran su plenitud de sentido sin el riesgo de la unilateralidad extremista. e) La necesidad de esta integración viene postulada por el hecho decisivo de que tanto el sujeto contemplativo como el objeto de contemplación en cuanto tal no limitan, por ser más bien ámbitos que cosas perfectamente delimi­tadas, de forma que su nodo de interacción comunica­tiva no consiste en un «choque», sino en un entrecruzamiento ambital, acontecimiento de la mayor complejidad y fecundidad que crea un quid novum entitativo: el ámbito de encuentro que funda el acto de creación y contempla­ción estética. La contemplación tiene siempre un carácter en alguna medida creador, creador en distensión, por tanto, cocreador. f) Toda entidad, vista con radicalidad genética, cons­tituye un campo de autopatentización en el que la realidad hace acto de presencia por vía de autodespliegue constitu­tivo. Esta presencialidad creadora se traduce en lumino­sidad y, por esta vía, en emoción estética. El objeto esté­ticamente bello constituye en sí mismo un «ámbito» debido a la bipolaridad de vertientes que encierra: la objetiva expresiva y la metaobjetiva expresante. g) La integración expresiva de estas vertientes transfi­gura los medios expresivos y les confiere una luminosa transparencia, que es fruto del dominio de la diversidad por parte de la unidad. Todo fenómeno expresivo, gesto, un ademán, una palabra, una obra de arte, etc., implica el alto poder de configurar la multiplicidad de elementos objetivos. Esta forma de dominio por vía de transfiguración es un rasgo fundamental de la belleza que explica las definiciones, aparentemente dispares, que dan de la misma. h) A esta relación de dominio que se da en el objeto debe corresponder una proporcional penetración intuitiva por parte del sujeto. A través de los ele­mentos sensibles expresivos, el hombre ve y oye, las estructuras formales que en ellos se encarnan. i) Esta intuición bipolar, que ve en lo sensible el tras­fondo metasensible que en el mismo toma cuerpo, es fuente de un sentimiento de trascendencia, plenitud y agrado o fruición. j) Esta forma de agrado no se reduce a la superficial sensación acariciante producida por las puras percepcio­nes sensibles: determinados colores, sonidos, líneas, superficies, contrastes, etc., que juegan en la experiencia, estética un papel fundamentante, pero elemental, antes bien muestra una proyección espiritual tan vasta como decisiva es la eficiencia de la forma en el proceso genético de un ser. Se trata de un «gozo de plenitud», y la plenitud auténticamente humana debe ganarse a través del autodespliegue creador que tiene lugar en las experiencias de participación cocreadora inmersiva. Sentir agrado estético ante un objeto bello, contemplarlo fruiti­vamente, implica una intensa actividad cocreadora. Por eso el espectador, el contemplador, el ejecutante están llamados a la gran tarea de cerrar el círculo de la acción creadora iniciada por el autor de la obra de arte. Lo bello es «lo más amable» (Platón), lo que más atrae al hombre por tratarse de una forma de esplendor que surge cuando se crean ámbitos que son una apelación a la co­creación de otros ámbitos. El atractivo no se resuelve en mero agrado, sino en una fecunda actividad creadora. Lo bello atrae no por meramente agradable, sino por «ambi­tal». Todo ámbito es sugestivo por su carácter «envol­vente» que invita a la inmersión participativa de la que se sigue la creación subsiguiente de otros ámbitos. A esta nutricia condición englobante se alude en el fondo cuando se habla de «intimidad», que en los niveles entitativos superiores no indica un reducto contrapuesto a la «exte­rioridad», sino justo el poder de autoconstituirse cocrean­do ámbitos con los seres del entorno. Esta prodigiosa vinculación de la apertura y el logro de la mismidad pone de manifiesto que en el plano de la realidad personal los esquemas «dentro-fuera», «interioridad-exterioridad», «inmanencia-trascendencia» deben ser interpretados en un sentido no trivialmente espacial, sino dinámico-genético-­ambital. El gran poder expresivo y sugestivo del arte radica justamente en su ambitalidad lúdica, es decir, en su capacidad de crear entramados de sentido que consti­tuyen la nervatura dinámica de la realidad y desbordan el nivel de lo meramente imagina­rio. Así, una buena obra teatral, constituye una trama de acción quintaesenciada, recia, sobreabundantemente saturada de sentido. Para captar bien esta condición am­bital de lo representado en la misma, deben los espectadores .... dores inmergirse en la acción escénica, entrecruzando la trama ambital de sus vidas con la trama de la obra. En tal cruce creador se alumbra la luz del conocimiento profundo, pues este proceso de «ambitalización» transfi­gura y potencia a los seres que «no limitan», y toda poten­ciación transfiguradora es fuente muy alta de luz, de splendor. La belleza es conjurada por todo fenómeno de enca­balgamiento y cruce de realidades ambitales. Por eso surge en la integración orgánica de niveles entitativos dispares, integración que se da en todo fenómeno expre­sivo, y en la interacción de seres cargados de sentido: convivencia humana, acción lúdica, juego de formas, etc. La proporción, cl orden, la medida, la armonía, la inte­gridad y demás cualidades del objeto bello según la Esté­tica clásica aparecen, a la luz de una visión genética, como manifestación reluciente de fecundos entrecruza­mientos ambitales. Ello permite comprender por qué se subraya actualmente de modo singular que la b, no radica ni en cl «fondo» (contenido o idea) ni en la «forma» (en el sentido de «figura» sensible), sino en la «aparición» de aquél en ésta, modo de presencialización configurado­ra que funda un ámbito interaccional. La belleza de una figura geométrica responde al hecho de que en sus carac­terísticas externas sensibles, con su peculiar armonía, pro­porción, integridad, etc., resplandece transparentemente el proceso interno de gestación de la misma, con lo que ello implica de interacción dinámica de líneas de fuerza v de sentido. La belleza de las formas de un tigre en actitud de salto está profundamente vinculada con el «ámbito» de predación que tal figura sugiere. En las estilizadas formas de la gacela de Grand, que embellece las llanuras afri­canas, quedan brillantemente de manifiesto los campos de actividad que ella funda a impulsos de su instinto de conservación. Las actitudes expresivas: tensión, ternura, temor, ayuda, agresividad, etc., son, vistas con la debida penetración genética, actitudes «ambitales», va que sig­nifican la cofundación de un campo relacional de sentido que, en virtud de las leyes de selectividad y evolución, influye decisivamente, a lo largo de los amplios periodos históricos, en la configuración de los seres vivos. Los mis­mos colores elementales ejercen una especie de función «ambital» en cuanto colaboran a fundar climas de acogi­miento, exaltación, depresión, etc. Para dar razón de la belleza hay que analizar: 1) las condiciones que, según 1a Estética tradicional, fundan la más fácil y perfecta inte­ligibilidad del objeto, y 2) las leyes que rigen la cocrea­ción de ámbitos y el mutuo ensamblaje de los mismos. k) La experiencia de la b, pende de la visión sensible-­inteligible que capta los fenómenos de transparencia expre­siva. El objeto bello está de tal modo estructurado que su contemplación integral (sensible-inteligible) causa un gozo singular por constituir una operación cocreadora plenificante. E1 fin de la experiencia estética no es, como queda dicho, el agrado o el gozo, sino la cocreación de una entidad nueva, integrada por un poderoso «juego» de formas. I) Todo proceso creador implica un poder de ordena­ción y configuración que se traduce en dominio, unidad, ,jerarquía, proporción, medida, armonía; integridad, poder expresivo, tensión simbólica, coordinación de funcionali­dad y economía de medios. En la base de todo concepto estéticamente relevante late una idea de «dominio», una poderosidad entitativa de autopatentización por vía de despliegue ambital-constelacional. E1 fenómeno de la belleza no está integrado solamente ni en primer lugar por las celebradas condiciones de «peso, número y medida» de la materia organizada, sino también por la energía configu­radora de la realidad que se expresa a través de la misma, en virtud de una donación libre y amorosa, sin renunciar a su connatural misterio. Antes que un principio de delimitación y oclusión, la forma es fuente de plenitud. plenitud de notas que se complementan constelacionalmente y dan así lugar a un ser sustantivo. «La forma no sólo está encarnada, es siempre encarna­ción» (Focillon). m) Esta transparencia de la realidad autodesplegante en las notas que la integran constituye el género especial de claritas que llamamos belleza. La belleza es, desde esta perspectiva, un acontecimiento creador, no una realidad estática. En esta línea se mueven ciertas interpretaciones dinámico-genéticas de la belleza, como la de Urs von Balthu­sar, G. Nebel y G. Siewerth. n) La «integridad» de notas que responde al autodespliegue de la realidad configurante ostenta una peculiar ordenación (proporción, armonía) que suscita el agrado de las funciones cognoscitivas. La proporción rige la­s relaciones cuantitativas de dimensión y número que estructuran los objetos bellos. La armonía rige las relaciones cualitativas de semejanza, fusión y contraste. ñ) Vista la realidad genéticamente, se advierte la común raíz de la transfiguración de los medios expresivos, la proporción y armonía de los mismos y cl splendor que irradian al ser objeto de contemplación. o) Si denominamos «bien» a la realidad como prin­cipio de su difusiva autoconstitución de tipo constelacio­nal, y «verdad» a la autopatentización de tal realidad que tiene lugar cuando ésta se constituye en su ser por vía de autodespliegue respectivo, por belleza se entenderá, a nivel metafísico trascendental, la luminosidad que desprende esta relucencia de lo real en su manifestación externa. La búsqueda metafísica del fundamento de la belleza no se dirige a precisar la naturaleza última de lo «bello en sí», sino a descubrir la razón honda por lo que los «acontecimientos» de la, naturaleza (los natural primarios o cosas, seres vivos y personas; los naturales secundarios o modos de encuentro entre los sujetos y la> cosas; los artificiales y artísticos) son experimentad como bellos. p) La belleza no es el Bien (corriente platónica), ni lo manifestación sensible de la Idea (corriente hegeliana), sino la transparencia irradiante de la realidad en sus medios expresivos, el acontecimiento transfigurador por el cual la realidad más honda se presencializa en los entes que ella misma crea al autodesplegarse. q) A esta luz, la consideración de la belleza como splendor ordinis, lux splendors supra formatum, expresiones consagradas de antiguo, y la de las cosas bellas como «las realidades que vistas agradan» y cuya misma aprehensión misma aprehensión deleita» (S. Tomás, 1 q5 a4 adl; 1-­q27 al ad3), cobra un sentido de largo alcance, según el cual lo bello no se contrapone a lo feo, sino a lo malogrado, a lo ¡m-perfecto, lo que, por no haber alcanzado la plenitud de la sustantividad, no constituye un «mundo propio y carece de la claritas que irradia toda forma llegada a buen término, entendiendo por tal la configuración definitiva de un ser y su apertura cocreadora de ámbitos, a los seres de su entorno. 2. ¿Qué es belleza? Esta unidad de plenitud propia de apertura distensiva hace posible afirmar: l) que la belleza es un fenómeno eminentemente «objetivo» y, a la par, «ambital», y 2) que la experiencia estética implica una penetración cognoscitiva en el objeto bello. Cuando se di­ce que un ser es bello en sí mismo, esta expresión no quiere indicar que tal género de belleza se dé con independencia de todo sujeto contemplador, sino justo lo contrario, a saber que «de suyo», por sí mismo, todo ser está abierto al sujeto en medida directamente proporcional a su mismi­dad, a su individualidad sustantiva. que, como sabemos, admite diversos grados. Los trascendentales verdad y bondad indican esta apertura valiosa, y el resplandor es­pecífico de esta donación llena de sentido y, por tanto, de valor, es la belleza. Lo específico de la belleza es esta forma de relucencia enraizada en lo más hondo de la realidad. Se da una dialéctica fascinante entre la aparición presencial de lo profundo en la forma estética y la remisión simul­tánea de ésta a lo profundo. La presencia de una realidad valiosa que no pierde, en su patencia, la hondura que la hace eternamente ausente produce sobre la inteligencia­-sentiente del hombre una muy intensa sugestión. La orien­tación de la Estética clásica parece responder, más bien, a la primera fase de este proceso circular y destaca, por ello, la forma que encarna a lo profundo expresante. La orientación romántica responde a la segunda fase y subra­ya la forma en cuanto siente nostalgia por lo profundo inexhaurible. Merced a esta dialéctica de ausencia y presencia, lo bello es «lo más luminoso y amable» (Platón, Fedro, 2500) y ejerce una función «anagógica», media] entre la «apariencia» y la «idea» y, como tal, vehículo viviente de la «participación» (mezexis) y la consiguiente presencialización del eidos. El esplendor de lo bello es una luminosidad de configuración, porque brota al conjunto del proceso constitutivo que impulsa la forma. De forma se deriva formosus (hermoso). Dar forma es fundar una trama de realidad y, por tanto, de sentido e inteligibi­lidad. La luz de la belleza, como la luz física, es creadora de ámbitos. Por eso se conectan tan fecundamente la imagen, la palabra y la belleza Todo campo de sentido es, de por sí, fuente de luz. La luz de la comprensión, como la de la contemplación estética, surge cuando se crea entre el sujeto y el objeto un ámbito de interacción par­ticipativa del cual es portador nato y viviente la palabra. De ahí que cuando se busca el bien, principio de expan­sión, aparece lo bello (Platón, Filebo) y se hace patente la honorabilidad y apetibilidad de lo perfecto, de aquello que, por «terminado», posibilita un acto de in­mersión participativa en el mismo, e invita a realizarlo con una forma de atracción ambital nutricia. Es sintomático que Platón, en el Fedro, ejemplifique la teoría de la «participación» a base de la experiencia estética. Si la inmersión participativa es un modo de expe­riencia en cuyo seno brota la luz de inteligibilidad y la belleza es un género de esplendor, se com­prende que entre la Belleza y la participación inmersiva (con su entrecruzamiento de ámbitos) debe mediar una pro­funda correlación. Las propiedades trascendentales de la realidad tienen un carácter dialógico-ambital, toto coelo (absolutamente) distinto del meramente relativista. Ello permite afirmar con intención de largo alcance que bello es lo integrado, lo comprometido en comunes tareas creadoras. Lo feo es lo inarticulado, lo que, al sentirse falto de la imprescin­dible cohesión configuradora, se crispa sobre sí mismo en actitud insolidaria. El desinterés específico de la ex­periencia estética no indica, por tanto, desarraigo y frial­dad afectiva, sino, en aparente paradoja, compromiso con realidades ambitales, grávidas de sentido, y, en consecuen­cia, envolventes, que exigen para su cabal conocimiento y fruición una actitud de entrega generosa, entrega a una labor de colaboración creadora, opuesta a toda trivial pretensión utilitarista, que reduce los objetos de conoci­miento a meros «objetos», haciendo con ello imposible toda experiencia de participación inmersiva cofundadora de ámbitos. «Lo bello es una finalidad sin fin utilitaris­ta» (Kant). Esta consideración genético-ambital de la belleza nos permite advertir su íntima conexión con el bien, entendido como término de una tensión apetitiva, y con el bien moral, pues la actividad ética y la estética con­sisten radicalmente en la cocreación de ámbitos. El hom­bre desea, el hombre crea aquellas realidades que, por su amplitud de sentido, hacen posible el despliegue de la personalidad humana por vía de participación ambital­-inmersiva. La belleza no «atrae al alma humana» sólo por constituir un halago a los sentidos y hacer entrar en conmoción al sentimiento, sino ante todo porque tiene y supera transfiguradoramente el hiato o desnivel entre lo sensible y lo metasensible y deja con ello luminosamente patente la existencia de realidades com­plejas, desbordantes de sentido y, por tanto, de luz. La luz de la belleza brota al hacerse patente la realidad en su trama de interrelaciones. Por eso la experiencia estética contemplativa sólo se da cuando el sujeto establece con el objeto bello vínculos de comunicación cocreadora. La belleza es un acontecimiento lúdico ineludiblemente creador, y, por ello, eminentemente real. No se identifique sin más «inteligible» con «ideal», en sentido de «no-real», pues la inteligibilidad que brota en la actividad contemplativa ostenta un singular poder configurador de realidad. Con ello se abre una vía fecunda para la integración de la con­cepción metafísica y la axiológica de la belleza ya que el concepto de ámbito desborda el carácter fixista de ciertos conceptos ontológicos y metafísicos, y ostenta la movilidad que aporta el moderno concepto de valor. Al ser tan reales como valiosos, tan firmes como flexibles. tan robustos como relacionales, los ámbitos ofrecen una base óptima para vencer la proclividad del pensamiento moderno al relativismo y al absolutismo. Según todo lo antedicho, la teoría de la belleza compromete la teoría de la realidad (su constitución por vía de auto­despliegue respectivo), de la verdad, la bondad y el hombre (la sensibilidad, la imaginación, la inteligencia, la voluntad; su constitutiva ambitalidad, su capacidad intuitiva, su expresividad, etc.). Voz belleza de la GER. Rialp, Madrid, 1971, por A. López Quintás

12/24/2005

Carta de Juan Pablo II a los artistas

CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LOS ARTISTAS 1999 A los que con apasionada entrega buscan nuevas « epifanías » de la belleza para ofrecerlas al mundo a través de la creación artística. « Dios vio cuanto había hecho, y todo estaba muy bien » (Gn 1, 31) El artista, imagen de Dios Creador 1. Nadie mejor que vosotros, artistas, genia les constructores de belleza, puede intuir algo del pathos con el que Dios, en el alba de la creación, contempló la obra de sus manos. Un eco de aquel sentimiento se ha reflejado infinitas veces en la mirada con que vosotros, al igual que los artistas de todos los tiempos, atraídos por el asombro del ancestral poder de los sonidos y de las palabras, de los colores y de las formas, habéis admirado la obra de vuestra inspiración, descubriendo en ella como la resonancia de aquel misterio de la creación a la que Dios, único creador de todas las cosas, ha querido en cierto modo asociaros. Por esto me ha parecido que no hay palabras más apropiadas que las del Génesis para comenzar esta Carta dirigida a vosotros, a quienes me siento unido por experiencias que se remontan muy atrás en el tiempo y han marcado de modo indeleble mi vida. Con este texto quiero situarme en el camino del fecundo diálogo de la Iglesia con los artistas que en dos mil años de historia no se ha interrumpido nunca, y que se presenta también rico de perspectivas de futuro en el umbral del tercer milenio. En realidad, se trata de un diálogo no solamente motivado por circunstancias históricas o por razones funcionales, sino basado en la esencia misma tanto de la experiencia religiosa como de la creación artística. La página inicial de la Biblia nos presenta a Dios casi como el modelo ejemplar de cada persona que produce una obra: en el hombre artífice se refleja su imagen de Creador. Esta relación se pone en evidencia en la lengua polaca, gracias al parecido en el léxico entre las palabras stwóeca (creador) y twórcam (artífice). ¿Cuál es la diferencia entre « creador » y « artífice »? El que crea da el ser mismo, saca alguna cosa de la nada —ex nihilo sui et subiecti, se dice en latín— y esto, en sentido estricto, es el modo de proceder exclusivo del Omnipotente. El artífice, por el contrario, utiliza algo ya existente, dándole forma y significado. Este modo de actuar es propio del hombre en cuanto imagen de Dios. En efecto, después de haber dicho que Dios creó el hombre y la mujer « a imagen suya » (cf. Gn 1, 27), la Biblia añade que les confió la tarea de dominar la tierra (cf. Gn 1, 28). Fue en el último día de la creación (cf. Gn 1, 28-31). En los días precedentes, como marcando el ritmo de la evolución cósmica, el Señor había creado el universo. Al final creó al hombre, el fruto más noble de su proyecto, al cual sometió el mundo visible como un inmenso campo donde expresar su capacidad creadora. Así pues, Dios ha llamado al hombre a la existencia, transmitiéndole la tarea de ser artífice. En la « creación artística » el hombre se revela más que nunca « imagen de Dios » y lleva a cabo esta tarea ante todo plasmando la estupenda « materia » de la propia humanidad y, después, ejerciendo un dominio creativo sobre el universo que le rodea. El Artista divino, con admirable condescendencia, trasmite al artista humano un destello de su sabiduría trascendente, llamándolo a compartir su potencia creadora. Obviamente, es una participación que deja intacta la distancia infinita entre el Creador y la criatura, como señalaba el Cardenal Nicolás de Cusa: « El arte creador, que el alma tiene la suerte de alojar, no se identifica con aquel arte por esencia que es Dios, sino que es solamente una comunicación y una participación del mismo ».(1) Por esto el artista, cuanto más consciente es de su « don », tanto más se siente movido a mirar hacia sí mismo y hacia toda la creación con ojos capaces de contemplar y de agradecer, elevando a Dios su himno de alabanza. Sólo así puede comprenderse a fondo a sí mismo, su propia vocación y misión. La especial vocación del artista 2. No todos están llamados a ser artistas en el sentido específico de la palabra. Sin embargo, según la expresión del Génesis, a cada hombre se le confía la tarea de ser artífice de la propia vida; en cierto modo, debe hacer de ella una obra de arte, una obra maestra. Es importante entender la distinción, pero también la conexión, entre estas dos facetas de la actividad humana. La distinción es evidente. En efecto, una cosa es la disposición por la cual el ser humano es autor de sus propios actos y responsable de su valor moral, y otra la disposición por la cual es artista y sabe actuar según las exigencias del arte, acogiendo con fidelidad sus dictámenes específicos.(2) Por eso el artista es capaz de producir objetos, pero esto, de por sí, nada dice aún de sus disposiciones morales. En efecto, en este caso, no se trata de realizarse uno mismo, de formar la propia personalidad, sino solamente de poner en acto las capacidades operativas, dando forma estética a las ideas concebidas en la mente. Pero si la distinción es fundamental, no lo es menos la conexión entre estas dos disposiciones, la moral y la artística. Éstas se condicionan profundamente de modo recíproco. En efecto, al modelar una obra el artista se expresa a sí mismo hasta el punto de que su producción es un reflejo singular de su mismo ser, de lo que él es y de cómo es. Esto se confirma en la historia de la humanidad, pues el artista, cuando realiza una obra maestra, no sólo da vida a su obra, sino que por medio de ella, en cierto modo, descubre también su propia personalidad. En el arte encuentra una dimensión nueva y un canal extraordinario de expresión para su crecimiento espiritual. Por medio de las obras realizadas, el artista habla y se comunica con los otros. La historia del arte, por ello, no es sólo historia de las obras, sino también de los hombres. Las obras de arte hablan de sus autores, introducen en el conocimiento de su intimidad y revelan la original contribución que ofrecen a la historia de la cultura. La vocación artística al servicio de la belleza 3. Escribe un conocido poeta polaco, Cyprian Norwid: « La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo, el trabajo para resurgir ».(3) El tema de la belleza es propio de una reflexión sobre el arte. Ya se ha visto cuando he recordado la mirada complacida de Dios ante la creación. Al notar que lo que había creado era bueno, Dios vio también que era bello.(4) La relación entre bueno y bello suscita sugestivas reflexiones. La belleza es en un cierto sentido la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza. Lo habían comprendido acertadamente los griegos que, uniendo los dos conceptos, acuñaron una palabra que comprende a ambos: « kalokagathia », es decir « belleza-bondad ». A este respecto escribe Platón: « La potencia del Bien se ha refugiado en la naturaleza de lo Bello ».(5) El modo en que el hombre establece la propia relación con el ser, con la verdad y con el bien, es viviendo y trabajando. El artista vive una relación peculiar con la belleza. En un sentido muy real puede decirse que la belleza es la vocación a la que el Creador le llama con el don del « talento artístico ». Y, ciertamente, también éste es un talento que hay que desarrollar según la lógica de la parábola evangélica de los talentos (cf. Mt 25, 14-30). Entramos aquí en un punto esencial. Quien percibe en sí mismo esta especie de destello divino que es la vocación artística —de poeta, escritor, pintor, escultor, arquitecto, músico, actor, etc.— advierte al mismo tiempo la obligación de no malgastar ese talento, sino de desarrollarlo para ponerlo al servicio del prójimo y de toda la humanidad. El artista y el bien común 4. La sociedad, en efecto, tiene necesidad de artistas, del mismo modo que tiene necesidad de científicos, técnicos, trabajadores, profesionales, así como de testigos de la fe, maestros, padres y madres, que garanticen el crecimiento de la persona y el desarrollo de la comunidad por medio de ese arte eminente que es el « arte de educar ». En el amplio panorama cultural de cada nación, los artistas tienen su propio lugar. Precisamente porque obedecen a su inspiración en la realización de obras verdaderamente válidas y bellas, non sólo enriquecen el patrimonio cultural de cada nación y de toda la humanidad, sino que prestan un servicio social cualificado en beneficio del bien común. La diferente vocación de cada artista, a la vez que determina el ámbito de su servicio, indica las tareas que debe asumir, el duro trabajo al que debe someterse y la responsabilidad que debe afrontar. Un artista consciente de todo ello sabe también que ha de trabajar sin dejarse llevar por la búsqueda de la gloria banal o la avidez de una fácil popularidad, y menos aún por la ambición de posibles ganancias personales. Existe, pues, una ética, o más bien una « espiritualidad » del servicio artístico que de un modo propio contribuye a la vida y al renacimiento de un pueblo. Precisamente a esto parece querer aludir Cyprian Norwid cuando afirma: « La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo, el trabajo para resurgir ». El arte ante el misterio del Verbo encarnado 5. La ley del Antiguo Testamento presenta una prohibición explícita de representar a Dios invisible e inexpresable con la ayuda de una « imagen esculpida o de metal fundido » (Dt 27, 25), porque Dios transciende toda representación material: « Yo soy el que soy » (Ex 3, 14). Sin embargo, en el misterio de la Encarnación el Hijo de Dios en persona se ha hecho visible: « Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer » (Ga 4, 4). Dios se hizo hombre en Jesucristo, el cual ha pasado a ser así « el punto de referencia para comprender el enigma de la existencia humana, del mundo creado y de Dios mismo ».(6) Esta manifestación fundamental del « Dios-Misterio » aparece como animación y desafío para los cristianos, incluso en el plano de la creación artística. De ello se deriva un desarrollo de la belleza que ha encontrado su savia precisamente en el misterio de la Encarnación. En efecto, el Hijo de Dios, al hacerse hombre, ha introducido en la historia de la humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad y del bien, y con ella ha manifestado también una nueva dimensión de la belleza, de la cual el mensaje evangélico está repleto. La Sagrada Escritura se ha convertido así en una especie de « inmenso vocabulario » (P. Claudel) y de « Atlas iconográfico » (M. Chagall) del que se han nutrido la cultura y el arte cristianos. El mismo Antiguo Testamento, interpretado a la luz del Nuevo, ha dado lugar a inagotables filones de inspiración. A partir de las narraciones de la creación, del pecado, del diluvio, del ciclo de los Patriarcas, de los acontecimientos del éxodo, hasta tantos otros episodios y personajes de la historia de la salvación, el texto bíblico ha inspirado la imaginación de pintores, poetas, músicos, autores de teatro y de cine. Una figura como la de Job, por citar sólo un ejemplo, con su desgarradora y siempre actual problemática del dolor, continúa suscitando el interés filosófico, literario y artístico. Y ¿qué decir del Nuevo Testamento? Desde la Navidad al Gólgota, desde la Transfiguración a la Resurrección, desde los milagros a las enseñanzas de Cristo, llegando hasta los acontecimientos narrados en los Hechos de los Apóstoles o los descritos por el Apocalipsis en clave escatológica, la palabra bíblica se ha hecho innumerables veces imagen, música o poesía, evocando con el lenguaje del arte el misterio del « Verbo hecho carne ». Todo ello constituye un vasto capítulo de fe y belleza en la historia de la cultura, del que se han beneficiado especialmente los creyentes en su experiencia de oración y de vida. Para muchos de ellos, en épocas de escasa alfabetización, las expresiones figurativas de la Biblia representaron incluso una concreta mediación catequética.(7) Pero para todos, creyentes o no, las obras inspiradas en la Escritura son un reflejo del misterio insondable que rodea y está presente en el mundo. Alianza fecunda entre Evangelio y arte 6. La auténtica intuición artística va más allá de lo que perciben los sentidos y, penetrando la realidad, intenta interpretar su misterio escondido. Dicha intuición brota de lo más íntimo del alma humana, allí donde la aspiración a dar sentido a la propia vida se ve acompañada por la percepción fugaz de la belleza y de la unidad misteriosa de las cosas. Todos los artistas tienen en común la experiencia de la distancia insondable que existe entre la obra de sus manos, por lograda que sea, y la perfección fulgurante de la belleza percibida en el fervor del momento creativo: lo que logran expresar en lo que pintan, esculpen o crean es sólo un tenue reflejo del esplendor que durante unos instantes ha brillado ante los ojos de su espíritu. El creyente no se maravilla de esto: sabe que por un momento se ha asomado al abismo de luz que tiene su fuente originaria en Dios. ¿Acaso debe sorprenderse de que el espíritu quede como abrumado hasta el punto de no poder expresarse sino con balbuceos? El verdadero artista está dispuesto a reconocer su limitación y hacer suyas las palabras del apóstol Pablo, según el cual « Dios no habita en santuarios fabricados por manos humanas », de modo que « no debemos pensar que la divinidad sea algo semejante al oro, la plata o la piedra, modelados por el arte y el ingenio humano » (Hch 17, 24.29). Si ya la realidad íntima de las cosas está siempre « más allá » de las capacidades de penetración humana, ¡cuánto más Dios en la profundidad de su insondable misterio! El conocimiento de la fe es de otra naturaleza. Supone un encuentro personal con Dios en Jesucristo. Este conocimiento, sin embargo, puede también enriquecerse a través de la intuición artística. Un modelo elocuente de contemplación estética que se sublima en la fe son, por ejemplo, las obras del Beato Angélico. A este respecto, es muy significativa la lauda extática que San Francisco de Asís repite dos veces en la chartula compuesta después de haber recibido en el monte Verna los estigmas de Cristo: « ¡Tú eres belleza... Tú eres belleza! ».(8) San Buenaventura comenta: « Contemplaba en las cosas bellas al Bellísimo y, siguiendo las huellas impresas en las criaturas, seguía a todas partes al Amado ».(9) Una sensibilidad semejante se encuentra en la espiritualidad oriental, donde Cristo es calificado como « el Bellísimo, de belleza superior a todos los mortales ».(10) Macario el Grande comenta del siguiente modo la belleza transfigurante y liberadora del Resucitado: « El alma que ha sido plenamente iluminada por la belleza indecible de la gloria luminosa del rostro de Cristo, está llena del Espíritu Santo... es toda ojo, toda luz, toda rostro ».(11) Toda forma auténtica de arte es, a su modo, una vía de acceso a la realidad más profunda del hombre y del mundo. Por ello, constituye un acercamiento muy válido al horizonte de la fe, donde la vicisitud humana encuentra su interpretación completa. Este es el motivo por el que la plenitud evangélica de la verdad suscitó desde el principio el interés de los artistas, particularmente sensibles a todas las manifestaciones de la íntima belleza de la realidad. Los principios 7. El arte que el cristianismo encontró en sus comienzos era el fruto maduro del mundo clásico, manifestaba sus cánones estéticos y, al mismo tiempo, transmitía sus valores. La fe imponía a los cristianos, tanto en el campo de la vida y del pensamiento como en el del arte, un discernimiento que no permitía una recepción automática de este patrimonio. Así, el arte de inspiración cristiana comenzó de forma silenciosa, estrechamente vinculado a la necesidad de los creyentes de buscar signos con los que expresar, basándose en la Escritura, los misterios de la fe y de disponer al mismo tiempo de un « código simbólico », gracias al cual poder reconocerse e identificarse, especialmente en los tiempos difíciles de persecución. ¿Quién no recuerda aquellos símbolos que fueron también los primeros inicios de un arte pictórico o plástico? El pez, los panes o el pastor evocaban el misterio, llegando a ser, casi insensiblemente, los esbozos de un nuevo arte. Cuando, con el edicto de Constantino, se permitió a los cristianos expresarse con plena libertad, el arte se convirtió en un cauce privilegiado de manifestación de la fe. Comenzaron a aparecer majestuosas basílicas, en las que se asumían los cánones arquitectónicos del antiguo paganismo, plegándolos a su vez a las exigencias del nuevo culto. ¿Cómo no recordar, al menos, las antiguas Basílicas de San Pedro y de San Juan de Letrán, construidas por cuenta del mismo Constantino, o ese esplendor del arte bizantino, la Haghia Sophia de Constantinopla, querida por Justiniano? Mientras la arquitectura diseñaba el espacio sagrado, la necesidad de contemplar el misterio y de proponerlo de forma inmediata a los sencillos suscitó progresivamente las primeras manifestaciones de la pintura y la escultura. Surgían al mismo tiempo los rudimentos de un arte de la palabra y del sonido. Y, mientras Agustín incluía entre los numerosos temas de su producción un De musica, Hilario, Ambrosio, Prudencio, Efrén el Sirio, Gregorio Nacianceo y Paulino de Nola, por citar sólo algunos nombres, se hacían promotores de una poesía cristiana, que con frecuencia alcanzaba un alto valor no sólo teológico, sino también literario. Su programa poético valoraba las formas heredadas de los clásicos, pero se inspiraba en la savia pura del Evangelio, como sentenciaba con acierto el santo poeta de Nola: « Nuestro único arte es la fe y Cristo nuestro canto ».(12) Por su parte, Gregorio Magno, con la compilación del Antiphonarium, ponía poco después las bases para el desarrollo orgánico de una música sagrada tan original que de él ha tomado su nombre. Con sus inspiradas modulaciones el Canto gregoriano se convertirá con los siglos en la expresión melódica característica de la fe de la Iglesia en la celebración litúrgica de los sagrados misterios. Lo « bello » se conjugaba así con lo « verdadero », para que también a través de las vías del arte los ánimos fueran llevados de lo sensible a lo eterno. En este itinerario no faltaron momentos difíciles. Precisamente la antigüedad conoció una áspera controversia sobre la representación del misterio cristiano, que ha pasado a la historia con el nombre de « lucha iconoclasta ». Las imágenes sagradas, muy difundidas en la devoción del pueblo de Dios, fueron objeto de una violenta contestación. El Concilio celebrado en Nicea el año 787, que estableció la licitud de las imágenes y de su culto, fue un acontecimiento histórico no sólo para la fe, sino también para la cultura misma. El argumento decisivo que invocaron los Obispos para dirimir la discusión fue el misterio de la Encarnación: si el Hijo de Dios ha entrado en el mundo de las realidades visibles, tendiendo un puente con su humanidad entre lo visible y lo invisible, de forma análoga se puede pensar que una representación del misterio puede ser usada, en la lógica del signo, como evocación sensible del misterio. El icono no se venera por sí mismo, sino que lleva al sujeto representado.(13) La Edad Media 8. Los siglos posteriores fueron testigos de un gran desarrollo del arte cristiano. En Oriente continuó floreciendo el arte de los iconos, vinculado a significativos cánones teológicos y estéticos y apoyado en la convicción de que, en cierto sentido, el icono es un sacramento. En efecto, de forma análoga a lo que sucede en los sacramentos, hace presente el misterio de la Encarnación en uno u otro de sus aspectos. Precisamente por esto la belleza del icono puede ser admirada sobre todo dentro de un templo con lámparas que arden, produciendo infinitos reflejos de luz en la penumbra. Escribe al respecto Pavel Florenskij: « El oro, bárbaro, pesado y fútil a la luz difusa del día, se reaviva a la luz temblorosa de una lámpara o de una vela, pues resplandece en miríadas de centellas, haciendo presentir otras luces no terrestres que llenan el espacio celeste ».(14) En Occidente los puntos de vista de los que parten los artistas son muy diversos, dependiendo en parte de las convicciones de fondo propias del ambiente cultural de su tiempo. El patrimonio artístico que se ha ido formando a lo largo de los siglos cuenta con innumerables obras sagradas de gran inspiración, que provocan una profunda admiración aún en el observador de hoy. Se aprecia, en primer lugar, en las grandes construcciones para el culto, donde la funcionalidad se conjuga siempre con la fantasía, la cual se deja inspirar por el sentido de la belleza y por la intuición del misterio. De aquí nacen los estilos tan conocidos en la historia del arte. La fuerza y la sencillez del románico, expresada en las catedrales o en los monasterios, se va desarrollando gradualmente en la esbeltez y el esplendor del gótico. En estas formas, no se aprecia únicamente el genio de un artista, sino el alma de un pueblo. En el juego de luces y sombras, en las formas a veces robustas y a veces estilizadas, intervienen consideraciones de técnica estructural, pero también las tensiones características de la experiencia de Dios, misterio « tremendo » y « fascinante ». ¿Cómo sintetizar en pocas palabras, y para las diversas expresiones del arte, el poder creativo de los largos siglos del medievo cristiano? Una entera cultura, aunque siempre con las limitaciones propias de todo lo humano, se impregnó del Evangelio y, cuando el pensamiento teológico producía la Summa de Santo Tomás, el arte de las iglesias doblegaba la materia a la adoración del misterio, a la vez que un gran poeta como Dante Alighieri podía componer « el poema sacro, en el que han dejado su huella el cielo y la tierra »,(15) como él mismo llamaba la Divina Comedia. Humanismo y Renacimiento 9. El fértil ambiente cultural en el que surge el extraordinario florecimiento artístico del Humanismo y del Renacimiento, tiene repercusiones significativas también en el modo en que los artistas de este período abordan el tema religioso. Naturalmente, al menos en aquéllos más importantes, las inspiraciones son tan variadas como sus estilos. No es mi intención, sin embargo, recordar cosas que vosotros, artistas, sabéis de sobra. Al escribiros desde este Palacio Apostólico, que es también como un tesoro de obras maestras acaso único en el mundo, quisiera más bien hacerme voz de los grandes artistas que prodigaron aquí las riquezas de su ingenio, impregnado con frecuencia de gran hondura espiritual. Desde aquí habla Miguel Ángel, que en la Capilla Sixtina, desde la Creación al Juicio Universal, ha recogido en cierto modo el drama y el misterio del mundo, dando rostro a Dios Padre, a Cristo juez y al hombre en su fatigoso camino desde los orígenes hasta el final de la historia. Desde aquí habla el genio delicado y profundo de Rafael, mostrando en la variedad de sus pinturas, y especialmente en la « Disputa » del Apartamento de la Signatura, el misterio de la revelación del Dios Trinitario, que en la Eucaristía se hace compañía del hombre y proyecta luz sobre las preguntas y las expectativas de la inteligencia humana. Desde aquí, desde la majestuosa Basílica dedicada al Príncipe de los Apóstoles, desde la columnata que arranca de sus puertas como dos brazos abiertos para acoger a la humanidad, siguen hablando aún Bramante, Bernini, Borromini o Maderno, por citar sólo los más grandes, ofreciendo plásticamente el sentido del misterio que hace de la Iglesia una comunidad universal, hospitalaria, madre y compañera de viaje de cada hombre en la búsqueda de Dios. El arte sagrado ha encontrado en este extraordinario complejo una expresión de excepcional fuerza, alcanzando niveles de imperecedero valor estético y religioso a la vez. Sea bajo el impulso del Humanismo y del Renacimiento, sea por influjo de las sucesivas tendencias de la cultura y de la ciencia, su característica más destacada es el creciente interés por el hombre, el mundo y la realidad de la historia. Este interés, por sí mismo, en modo alguno supone un peligro para la fe cristiana, centrada en el misterio de la Encarnación y, por consiguiente, en la valoración del hombre por parte de Dios. Lo demuestran precisamente los grandes artistas apenas mencionados. Baste pensar en el modo en que Miguel Ángel expresa, en sus pinturas y esculturas, la belleza del cuerpo humano.(16) Por lo demás, en el nuevo ambiente de los últimos siglos, donde parece que parte de la sociedad se ha hecho indiferente a la fe, tampoco el arte religioso ha interrumpido su camino. La constatación se amplía si, de las artes figurativas, pasamos a considerar el gran desarrollo que también en este período de tiempo ha tenido la música sagrada, compuesta para las celebraciones litúrgicas o vinculada al menos a temas religiosos. Además de tantos artistas que se han dedicado preferentemente a ella —¿cómo no recordar a Pier Luigi da Palestrina, a Orlando di Lasso y Tomás Luis de Victoria—, es bien sabido que muchos grandes compositores —desde Händel a Bach, desde Mozart a Schubert, desde Beethoven a Berlioz, desde Liszt a Verdi— nos han dejado asimismo obras de gran inspiración en este campo. Hacia un diálogo renovado 10. Es cierto, sin embargo, que en la edad moderna, junto a este humanismo cristiano que ha seguido produciendo significativas obras de cultura y arte, se ha ido también afirmando progresivamente una forma de humanismo caracterizado por la ausencia de Dios y con frecuencia por la oposición a Él. Este clima ha llevado a veces a una cierta separación entre el mundo del arte y el de la fe, al menos en el sentido de un menor interés en muchos artistas por los temas religiosos. Vosotros sabéis que, a pesar de ello, la Iglesia ha seguido alimentando un gran aprecio por el valor del arte como tal. En efecto, el arte, incluso más allá de sus expresiones más típicamente religiosas, cuando es auténtico, tiene una íntima afinidad con el mundo de la fe, de modo que, hasta en las condiciones de mayor desapego de la cultura respecto a la Iglesia, precisamente el arte continúa siendo una especie de puente tendido hacia la experiencia religiosa. En cuanto búsqueda de la belleza, fruto de una imaginación que va más allá de lo cotidiano, es por su naturaleza una especie de llamada al Misterio. Incluso cuando escudriña las profundidades más oscuras del alma o los aspectos más desconcertantes del mal, el artista se hace de algún modo voz de la expectativa universal de redención. Se comprende así el especial interés de la Iglesia por el diálogo con el arte y su deseo de que en nuestro tiempo se realice una nueva alianza con los artistas, como auspiciaba mi venerado predecesor Pablo VI en su vibrante discurso dirigido a los artistas durante el singular encuentro en la Capilla Sixtina el 7 de mayo de 1964.(17) La Iglesia espera que de esta colaboración surja una renovada « epifanía » de belleza para nuestro tiempo, así como respuestas adecuadas a las exigencias propias de la comunidad cristiana. En el espíritu del Concilio Vaticano II 11. El Concilio Vaticano II ha puesto las bases de una renovada relación entre la Iglesia y la cultura, que tiene inmediatas repercusiones también en el mundo del arte. Es una relación que se presenta bajo el signo de la amistad, de la apertura y del diálogo. En la Constitución pastoral Gaudium et Spes, los Padres conciliares subrayaron la « gran importancia » de la literatura y las artes en la vida del hombre: « También la literatura y el arte tienen gran importancia para la vida de la Iglesia, ya que pretenden estudiar la índole propia del hombre, sus problemas y su experiencia en el esfuerzo por conocerse mejor y perfeccionarse a sí mismo y al mundo; se afanan por descubrir su situación en la historia y en el universo, por iluminar las miserias y los gozos, las necesidades y las capacidades de los hombres, y por diseñar un mejor destino para el hombre ».(18) Sobre esta base, al concluir el Concilio, los Padres dirigieron un saludo y una llamada a los artistas: « Este mundo en que vivimos —decían— tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las generaciones y las hace comunicarse en la admiración ».(19) Precisamente en este espíritu de estima profunda por la belleza, la Constitución Sacrosanctum Concilium sobre la Sagrada Liturgia había recordado la histórica amistad de la Iglesia con el arte y, hablando más específicamente del arte sacro, « cumbre » del arte religioso, no dudó en considerar « noble ministerio » a la actividad de los artistas cuando sus obras son capaces de reflejar de algún modo la infinita belleza de Dios y de dirigir el pensamiento de los hombres hacia Él.(20) También por su aportación « se manifiesta mejor el conocimiento de Dios » y « la predicación evangélica se hace más transparente a la inteligencia humana ».(21) A la luz de esto, no debe sorprender la afirmación del P. Marie Dominique Chenu, según la cual el historiador de la teología haría un trabajo incompleto si no reservara la debida atención a las realizaciones artísticas, tanto literarias como plásticas, que a su manera no son « solamente ilustraciones estéticas, sino verdaderos “lugares” teológicos ».(22) La Iglesia tiene necesidad del arte 12. Para transmitir el mensaje que Cristo le ha confiado, la Iglesia tiene necesidad del arte. En efecto, debe hacer perceptible, más aún, fascinante en lo posible, el mundo del espíritu, de lo invisible, de Dios. Debe por tanto acuñar en fórmulas significativas lo que en sí mismo es inefable. Ahora bien, el arte posee esa capacidad peculiar de reflejar uno u otro aspecto del mensaje, traduciéndolo en colores, formas o sonidos que ayudan a la intuición de quien contempla o escucha. Todo esto, sin privar al mensaje mismo de su valor trascendente y de su halo de misterio. La Iglesia necesita, en particular, de aquellos que sepan realizar todo esto en el ámbito literario y figurativo, sirviéndose de las infinitas posibilidades de las imágenes y de sus connotaciones simbólicas. Cristo mismo ha utilizado abundantemente las imágenes en su predicación, en plena coherencia con la decisión de ser Él mismo, en la Encarnación, icono del Dios invisible. La Iglesia necesita también de los músicos. ¡Cuántas piezas sacras han compuesto a lo largo de los siglos personas profundamente imbuidas del sentido del misterio! Innumerables creyentes han alimentado su fe con las melodías surgidas del corazón de otros creyentes, que han pasado a formar parte de la liturgia o que, al menos, son de gran ayuda para el decoro de su celebración. En el canto, la fe se experimenta como exuberancia de alegría, de amor, de confiada espera en la intervención salvífica de Dios. La Iglesia tiene necesidad de arquitectos, porque requiere lugares para reunir al pueblo cristiano y celebrar los misterios de la salvación. Tras las terribles destrucciones de la última guerra mundial y la expansión de las metrópolis, muchos arquitectos de la nueva generación se han fraguado teniendo en cuenta las exigencias del culto cristiano, confirmando así la capacidad de inspiración que el tema religioso posee, incluso por lo que se refiere a los criterios arquitectónicos de nuestro tiempo. En efecto, no pocas veces se han construido templos que son, a la vez, lugares de oración y auténticas obras de arte. El arte, ¿tiene necesidad de la Iglesia? 13. La Iglesia, pues, tiene necesidad del arte. Pero, ?se puede decir también que el arte necesita a la Iglesia? La pregunta puede parecer provocadora. En realidad, si se entiende de manera apropiada, tiene una motivación legítima y profunda. El artista busca siempre el sentido recóndito de las cosas y su ansia es conseguir expresar el mundo de lo inefable. ¿Cómo ignorar, pues, la gran inspiración que le puede venir de esa especie de patria del alma que es la religión? ¿No es acaso en el ámbito religioso donde se plantean las más importantes preguntas personales y se buscan las respuestas existenciales definitivas? De hecho, los temas religiosos son de los más tratados por los artistas de todas las épocas. La Iglesia ha recurrido a su capacidad creativa para interpretar el mensaje evangélico y su aplicación concreta en la vida de la comunidad cristiana. Esta colaboración ha dado lugar a un mutuo enriquecimiento espiritual. En definitiva, ha salido beneficiada la comprensión del hombre, de su imagen auténtica, de su verdad. Se ha puesto de relieve también una peculiar relación entre el arte y la revelación cristiana. Esto no quiere decir que el genio humano no haya sido incentivado también por otros contextos religiosos. Baste recordar el arte antiguo, especialmente griego y romano, o el todavía floreciente de las antiquísimas civilizaciones del Oriente. Sin embargo, sigue siendo verdad que el cristianismo, en virtud del dogma central de la Encarnación del Verbo de Dios, ofrece al artista un horizonte particularmente rico de motivos de inspiración. ¡Cómo se empobrecería el arte si se abandonara el filón inagotable del Evangelio! Llamada a los artistas 14. Con esta Carta me dirijo a vosotros, artistas del mundo entero, para confirmaros mi estima y para contribuir a reanudar una más provechosa cooperación entre el arte y la Iglesia. La mía es una invitación a redescubrir la profundidad de la dimensión espiritual y religiosa que ha caracterizado el arte en todos los tiempos, en sus más nobles formas expresivas. En este sentido os dirijo una llamada a vosotros, artistas de la palabra escrita y oral, del teatro y de la música, de las artes plásticas y de las más modernas tecnologías de la comunicación. Hago una llamada especial a los artistas cristianos. Quiero recordar a cada uno de vosotros que la alianza establecida desde siempre entre el Evangelio y el arte, más allá de las exigencias funcionales, implica la invitación a adentrarse con intuición creativa en el misterio del Dios encarnado y, al mismo tiempo, en el misterio del hombre. Todo ser humano es, en cierto sentido, un desconocido para sí mismo. Jesucristo no solamente revela a Dios, sino que « manifiesta plenamente el hombre al propio hombre ».(23) En Cristo, Dios ha reconciliado consigo al mundo. Todos los creyentes están llamados a dar testimonio de ello; pero os toca a vosotros, hombres y mujeres que habéis dedicado vuestra vida al arte, decir con la riqueza de vuestra genialidad que en Cristo el mundo ha sido redimido: redimido el hombre, redimido el cuerpo humano, redimida la creación entera, de la cual san Pablo ha escrito que espera ansiosa « la revelación de los hijos de Dios » (Rm 8, 19). Espera la revelación de los hijos de Dios también mediante el arte y en el arte. Ésta es vuestra misión. En contacto con las obras de arte, la humanidad de todos los tiempos —también la de hoy— espera ser iluminada sobre el propio rumbo y el propio destino. Espíritu creador e inspiración artística 15. En la Iglesia resuena con frecuencia la invocación al Espíritu Santo: Veni, Creator Spiritus... – « Ven, Espíritu creador, visita las almas de tus fieles y llena de la divina gracia los corazones que Tú mismo creaste ».(24) El Espíritu Santo, « el soplo » (ruah), es Aquél al que se refiere el libro del Génesis: « La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas » (1, 2). Hay una gran afinidad entre las palabras « soplo - espiración » e « inspiración ». El Espíritu es el misterioso artista del universo. En la perspectiva del tercer milenio, quisiera que todos los artistas reciban abundantemente el don de las inspiraciones creativas, de las que surge toda auténtica obra de arte. Queridos artistas, sabéis muy bien que hay muchos estímulos, interiores y exteriores, que pueden inspirar vuestro talento. No obstante, en toda inspiración auténtica hay una cierta vibración de aquel « soplo » con el que el Espíritu creador impregnaba desde el principio la obra de la creación. Presidiendo sobre las misteriosas leyes que gobiernan el universo, el soplo divino del Espíritu creador se encuentra con el genio del hombre, impulsando su capacidad creativa. Lo alcanza con una especie de iluminación interior, que une al mismo tiempo la tendencia al bien y a lo bello, despertando en él las energías de la mente y del corazón, y haciéndolo así apto para concebir la idea y darle forma en la obra de arte. Se habla justamente entonces, si bien de manera análoga, de « momentos de gracia », porque el ser humano es capaz de tener una cierta experiencia del Absoluto que le transciende. La « Belleza » que salva 16. Ya en los umbrales del tercer milenio, deseo a todos vosotros, queridos artistas, que os lleguen con particular intensidad estas inspiraciones creativas. Que la belleza que transmitáis a las generaciones del mañana provoque asombro en ellas. Ante la sacralidad de la vida y del ser humano, ante las maravillas del universo, la única actitud apropiada es el asombro. De esto, desde el asombro, podrá surgir aquel entusiasmo del que habla Norwid en el poema al que me refería al comienzo. Los hombres de hoy y de mañana tienen necesidad de este entusiasmo para afrontar y superar los desafíos cruciales que se avistan en el horizonte. Gracias a él la humanidad, después de cada momento de extravío, podrá ponerse en pie y reanudar su camino. Precisamente en este sentido se ha dicho, con profunda intuición, que « la belleza salvará al mundo ».(25) La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro. Por eso la belleza de las cosas creadas no puede saciar del todo y suscita esa arcana nostalgia de Dios que un enamorado de la belleza como san Agustín ha sabido interpretar de manera inigualable: « ¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! ».(26) Os deseo, artistas del mundo, que vuestros múltiples caminos conduzcan a todos hacia aquel océano infinito de belleza, en el que el asombro se convierte en admiración, embriaguez, gozo indecible. Que el misterio de Cristo resucitado, con cuya contemplación exulta en estos días la Iglesia, os inspire y oriente. Que os acompañe la Santísima Virgen, la « tota pulchra » que innumerables artistas han plasmado y que el gran Dante contempla en el fulgor del Paraíso como « belleza, que alegraba los ojos de todos los otros santos ».(27) « Surge del caos el mundo del espíritu ». Las palabras que Adam Michiewicz escribía en un momento de gran prueba para la patria polaca,(28) me sugieren un auspicio para vosotros: que vuestro arte contribuya a la consolidación de una auténtica belleza que, casi como un destello del Espíritu de Dios, transfigure la materia, abriendo las almas al sentido de lo eterno. Con mis mejores deseos. Vaticano, 4 de abril de 1999, Pascua de Resurrección. (1) Dialogus de ludo globi, Lib. II: Philosophisch-Theologische Schriften, Viena 1967, III, p. 332. (2) Las virtudes morales, y entre ellas en particular la prudencia, permiten al sujeto obrar en armonía con el criterio del bien y del mal moral, según la recta ratio agibilium (el justo criterio de la conducta). El arte, al contrario, es definido por la filosofía como recta ratio factibilium (el justo criterio de las realizaciones). (3) Promtehidion: Bogumil vv. 185-186: Pisma wybrane, Varsovia 1968, vol. 2, p. 216. (4) La versión griega de los Setenta expresó adecuadamente este aspecto, traduciendo el término t(o-)b (bueno) del texto hebreo con kalón (bello). (5) Filebo, 65 A. (6) Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 80: AAS 91 (1999), 67. (7) San Gregorio Magno formuló magistralmente este principio pedagógico en una carta del 599 al Obispo de Marsella, Sereno: « La pintura se usa en las iglesias para que los analfabetos, al menos mirando a las paredes, puedan leer lo que no son capaces de descifrar en los códices », Epistulae, IX, 209: CCL 140 A, 1714. (8) Alabanzas al Dios altísimo, vv. 7 y 10: Fonti Francescane, n. 261, Padua 1982, p. 177. (9) Legenda maior, IX, 1: Fonti Francescane, n. 1162, l. c., p. 911. (10) Enkomia del Orthós del Santo y Gran Sábado. (11) Homilía, I, 2: PG 34, 451. (12) « At nobis ars una fides et musica Christus »: Carmen 20, 31: CCL 203, 144. (13) Cf. Carta ap. Duodecimum saeculum, al cumplirse el XII centenario del II Concilio de Nicea (4 diciembre 1987), 8-9: AAS 80 (1988), 247-249. (14) La prospettiva rovesciata ed altri scritti, Roma 1984, p. 63. (15) Paraíso XXV, 1-2. (16) Cf. Homilía durante la Santa Misa al término de los trabajos de restauración de los frescos de Miguel Ángel (8 abril 1994): L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 15 abril 1994, 12. (17) Cf. AAS 56 (1964), 438-444. (18) N. 62. (19) Mensaje a los artistas (8 diciembre 1965): AAS 54 (1966), 13. (20) Cf. n. 122. (21) Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 62. (22) La teologia nel XII secolo, Jaca Book, Milán 1992, p. 9. (23) CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22. (24) Himno de Vísperas de Pentecostés. (25) F. DOSTOIEVSKI, El Idiota, p. III, cap. V. (26) « Sero te amavi! Pulchritudo tam antiqua et tam nova, sero te amavi! »: Confesiones, 10, 27, 38: CCL 27, 251. (27) Paraíso, XXXI, 134-135. (28) Oda do mlodosci, v. 69: Wybór poezji, Breslau 1986, vol. I, p. 63. rescos de Miguel Ángel (8 abril 1994): L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 15 abril 1994, 12. (17) Cf. AAS 56 (1964), 438-444. (18) N. 62. (19) Mensaje a los artistas (8 diciembre 1965): AAS 54 (1966), 13. (20) Cf. n. 122. (21) Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 62. (22) La teologia nel XII secolo, Jaca Book, Milán 1992, p. 9. (23) CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22. (24) Himno de Vísperas de Pentecostés. (25) F. DOSTOIEVSKI, El Idiota, p. III, cap. V. (26) « Sero te amavi! Pulchritudo tam antiqua et tam nova, sero te amavi! »: Confesiones, 10, 27, 38: CCL 27, 251. (27) Paraíso, XXXI, 134-135. (28) Oda do mlodosci, v. 69: Wybór poezji, Breslau 1986, vol. I, p. 63.

12/23/2005

Verano Diferente


Es un grupo de chicos hijos de los participantes en la Novena edición de Verando Diferente en Sierra Nevada. Un modo original de veranear aprovechando las instalaciones de la Sierra en los meses de estío. Tiene la ventaja de estar alejado de aglomeraciones y de altas temperaturas, que más se puede pedir. Además se auna la iniciativa de las familias participantes, más de 35 en este caso, para llenar el día de planes atractivos. Y junto al descanso el aprovechanmoento de esos días para formarse en Orientación Familiar, una ciencia y un arte de navegar, indispensables para sacar la familia adelante en tiempos de marejada. Si está usted interesado queda invitado para el verano próximo a perderse en Sierra Nevada, Granada.

Ingenieros Navales


Los dos vinieron a felicitar la Navidad.

12/18/2005

Ejercicios en el Genil, con nieve al fondo

Muy similar a la anterior pero con algún parámetro modificados. Quizá sea menos vistosa. Pero en el juego de juzgar, usted tiene la palabra.

Ejercicios de contraste de luz

En el rio Genil, a mediodía, con muchas zonas en sombra y el sol señalando la nieve. No resulta fácil tratar de modo distinto a las distancias diferentes para que el efecto sea el idóneo. Usted puede juzgar.

12/16/2005

2006

Por un 2006 lleno de la Luz que nos encienda
Per un 2006 ple de la Llum que ens encengui
Per un 2006 pieno della Luce che ci accenda

12/15/2005

Puesta de sol puntual en su hora

Sombras y luces del momento final del día. Varios planos de montañas con el con el Trevenque, el Rey de la baja montaña de Granada en segundo plano. En el primero los pinos vagamente definidos. Al final el sol que se debate entre la vida y la muerte y las nubes que le ahogan.

Imagen del Veleta con la Virgen de las Nieves

Nieve y sol de invierno alumbran El Veleta y la imagen de la Virgen de las Nieves.

12/14/2005

Virgen delas Nieves en el ocaso

Llama la atención la definición de las figuras en el contraluz. Domingo 18h y en pleno invierno. Dos montañeros se preparan para subir al Mulhacén aprovechando las luces de luna. El fotógrafo retrocede animado por el frio y la oscuridad y regresa al calor del hogar.

12/11/2005

Bienvenido

Es un pequeño pesquero que ha disfrutado de muchas horas de agua y de algunas angustias. A pesar de todo sigue estando dispuesto a rodar por la rampa para una nueva campaña. El propietario se quejaba diciendo que pesca todo el mundo y no el mar para tanto.