12/25/2005

La Belleza

La belleza A. Descripción fenomenológica de los distintos géneros de be­lleza: 1. La belleza en las artes representativas. 2. La belleza en las artes no representativas. 3. La belleza en el ser humano y en la naturaleza. B. Fundamento metafísico de la belleza: 1. Propiedades fundamentales del fenómeno de lo bello. 2. ¿Qué es belleza? El fenómeno de lo «bello» presenta diversas vertientes de tal modo diferenciadas que no cabe ofrecer una defi­nición precisa y exhaustiva del concepto de belleza sin riesgo de unilateralidad. La belleza, como la verdad, es siempre polifónica, armónicamente compleja y dinámica. Es im­prescindible, en consecuencia, conceder a tal concepto un cierto margen de libertad, a fin de que pueda saturarse de sentido a medida que se someten a detenido análisis las diversas formas de lo bello. Al disponer de un con­cepto de belleza grávido de significación, es posible precisar su sentido radical y, de consiguiente, su alcance. Más que dejar constancia de las múltiples definiciones que se han dado de la belleza, conviene, pues, realizar una descripción fenomenológica de los distintos géneros de la misma, para, en un segundo momento, intentar descubrir sus fuentes a la luz que brota en el seno mismo de la experiencia estética. A. Descripción fenomenológica de los distintos géneros de belleza. 1. La belleza en las artes representativas. a) Plástica. La escultura clásica presenta dos vertientes, netamente diferenciadas y complementarias: la figura ex­presiva y el mundo de sentido que en ella alienta. La con­templación estética «ve» en la imagen pétrea del Discóbo­lo, p. ej., una acción humana deportiva y todo el ámbito significativo que ésta implica: la tensión espiritual que entraña el lanzamiento del disco, el movimiento corporal, el campo deportivo en que tiene lugar, el entramado de líneas de fuerzas sociales en que se halla dinámicamente inserto, etc. Se trata de una visión concreta y simultánea de realidades diversas, enlazadas por un vínculo expre­sivo. Merced a la tensión expresiva que le imprimió el artista, la imagen presenta una vibrante vitalidad,. que tiene el poder de transfigurar su condición material-opaca y conferirle una singular transparencia o capacidad de saturación de sentido. Si un contemplador la mira con penetración estética, sin enquistar la atención en las im­presiones sensoriales o en datos que sólo afectan al inte­rés vital, en ella se presencializa la trama de significa­ciones que conjura, por resonancia, la realidad que tal imagen representa directamente. Esta trama significativa implica un ámbito de realidad que ejerce respecto al hom­bre una función envolvente nutricia y hace posible, en consecuencia, por parte del mismo una experiencia de participación inmersiva. Cuando una figura se constituye, en virtud de su configuración propia, en vehículo viviente de presencialización de un campo de sentido que envuelve nutriciamente al hombre e implica, por ello, para él un «valor», adquiere el alto rango de «imagen». La imagen es «vía abierta» a los ámbitos más hondos de la realidad. Éstos, a su vez, toman cuerpo en ella, se objetivan sin objetivizarse, sin reducirse a meros objetos, antes conser­vando su hondura primigenia. Toda imagen es encarna­ción viviente de un contraste notable que ella agudiza y salva a la par: el desnivel entitativo que media entre lo sensible y lo metasensible, lo concreto-deli­mitado y lo concreto-ambital, lo asible, mensurablemente preciso y lo atmosféricamente distenso. Al producirse esta fecundante integración de vertientes diversas pero complementarias, surge algo nuevo, una especie de ám­bito de realidad inédito, cargado de virtualidades. Esta aparición de una realidad nueva desprende una forma específica de luminosidad o esplendor. b) Pintura. El desnivel entre los planos (objetivo-expre­sivo y metaobjetivo-expresante) que integran la obra de arte pictórica es todavía mayor que en la escultórica, ya que en una superficie bidimensional cabe representar rea­lidades de tres dimensiones mediante el juego de la pers­pectiva. En esta representación, los medios expresivos remiten con toda su energía a las realidades diseñadas, pero no se agotan en esta función remitente, como si fueran meros signos prosaicos, antes potencian su signi­ficación de elementos sensibles a medida que se convier­ten en el ágil y transparente «cuerpo de presencialización» de realidades metasensibles. Esta «transparencia comuni­cativa» que adquiere lo sensible cuando se convierte en vía abierta a lo metasensible va siempre aliada con el sentimiento de belleza y con la sensación de plenitud, no sólo de «agrado», que produce todo fenómeno de «trans­figuración» o «potenciación entitativa». El entrecruzamiento integrado de estos dos campos di­versos de realidad, el de los medios expresivos y el de los objetos, ámbitos o acontecimientos expresados, da lugar a un ámbito nuevo de realidad dotado de una singular autonomía: la trama de líneas de sentido que constituyen la obra de arte pictórica. En esta trama puede y debe sumergirse cocreadoramente el contemplador, mo­viéndose en el ámbito o entramado de ámbitos a que remite el cuadro más allá y en nivel superior al espacio real-objetivo en que se halla instalado y dejando prender y nutrir su vista por la luminosidad que brota en su interior, con independencia de la luz real-objetiva que ilumina la sala. Ese entramado de líneas de fuerza consti­tuido por la obra de arte y por la relación cocreadora del contemplador con la misma no es «real» en el sen­tido objetivo (asible, mensurable) de la realidad cotidia­na, pero sí lo es en el sentido eminente de una realidad «lúdica», en la cual todo elemento cobra una significación nueva al entrar en relación viviente, funcionalmente cargada de sentido, con los demás elementos. De ahí que, aun faltando un «argumento» en la pintura, la interacción misma de sus elementos constituye de por sí un «tema» y abre un mundo de sentido que trasciende el nivel me­ramente sensible de los medios expresivos. De este modo, incluso en la pintura no figurativa, se mantiene el desni­vel entitativo entre lo expresivo y lo expresarte, la forma y el fondo. Cuando este desnivel no implica escisión o mera yuxtaposición, sino esforzada integración encarna­dora, 1a obra de arte pictórica gana la forma eminente de unidad que brota de la diversidad vencida. Este dominio se traduce en luz, en el modo singular de resplandor que sigue a todo acto de transfiguración por vía de asunción expresiva (que es género excelso de unificación de lo múl­tiple). Los ámbitos de realidad a que remite la obra pictórica y la luz que en la misma brota no desempeñan primariamente un papel «argumental», sino «temático», v su función no consiste tanto en servir de objeto y medio de visión, respectivamente, cuanto en fundar un «orden», una trama dinámica de sentido en e1 seno de la obra artística. En consecuencia, la contemplación de una pintura figu­rativa, para ganar en verdad el nivel «artístico», debe trascender el plano trivial de los meros «objetos», para instalarse en el nivel de la creación de «ámbitos interac­cionales de sentido». De ahí su carácter ascéticamente «selectivo», «penetrante», «quintaesenciado» e «irreal». en el sentido positivo de «metaobjetivista». Por moverse el arte pictórico al nivel de las estructuras profundas de las realidades representadas, no es ilógico que, merced a la libertad que le confiere este su carácter «irreal», nos muestre tan a menudo el camino para la recta interpre­tación y honda lectura de los elementos que constituyen nuestro confiado pero, en rigor, desconocido mundo -co­tidiano. Que el arte pictórico no tiende tanto a dejar constan­cia, por vía de imitación, de la figura de ciertas realida­des, cuanto a dar cuerpo a todo un «ámbito», o entrama­do de ámbitos, de realidad, queda de manifiesto en el arte del retrato. Más que la figura del personaje retratado, es su personalidad y su biografía lo que debe presencializarse en el lienzo, con sus vicisitudes pasadas y presen­tes y con la tensión que de ellas se sigue para el futuro. En un retrato bien logrado resplandece la «idea indivi­dual» (N. Hartmann) de la persona representada, su in­transferible peculiaridad y carácter. Pero sucede que, pro­digiosamente, a medida que ahonda la obra de arte en la quintaesencia de lo «personal», pone al descubierto la condición humana universal, y gana con ello un alto «poder simbólico», que es característica inalienable de toda forma de creación artística. c) Poesía. La incumbencia primaria del poeta no es «inventariar» lo que por anodino no perdura, ni «inven­tar» lo irreal en cuanto «no-real», sino intuir y expresar aquello que, por «profundo», desborda el campo de lo sensible huidizo. Para ello cuenta con el medio eficaz del lenguaje. La palabra prosaica «apunta» a una significación, y agota en ello su razón de ser. La palabra poética «encarna» una significación, se convierte en vehícu­lo viviente de la misma, y, al engarzarse con otras palabras en el ritmo orgánico de la frase, del periodo, de la obra poética, da lugar a una compleja trama de sentido que puede albergar mundos complejísimos de realidad. La palabra poética retiene sobre ella la atención del contem­plador y la remite, simultáneamente, a los ámbitos de sentido que constituyen la atmósfera envolvente y nutri­cia del ser humano. Este carácter ambital que tiene la palabra merced a: su poder de encarnar ámbitos de realidad y de sentid, (sentido es la realidad en cuanto nutriciamente envol­vente) fundamenta la vecindad de la palabra y la imagen; que no es nunca mero signo, sino lugar viviente de en­carnación de aquello que significa. Por eso la palabra poética, cuando es tal, florece en imágenes espontáneamente v evita la aridez agostadora de los términos redu­cidos a la función meramente significativa de evocar con­ceptos abstractos, descarnadamente universales. Este carácter «sensible» y «metaobjetivo», a la par, de la imagen revela la condición eminentemente real de la fantasía, que no es la facultad de lo «irreal-fantástico». sino de aquellas vertientes de la realidad que, por su hondura y ambitalidad, desbordan el poder intuitivo de los sentidos. La obra poética elabora un ámbito de reali­dad autónomo que se destaca de lo real-objetivo no como lo irreal de lo real, sino al modo como lo «profundo va­lioso» se distingue de lo «superficial-anodino». El esque­ma «real-irreal» es demasiado tosco para expresar las su­tiles interrelaciones que median entre los niveles de rea­lidad que son objeto de una visión prosaica y de una contemplación estética. El mayor despego de la imagen plástica que tiene la palabra respecto al que ostentan la escultura y la pintura confiere a su carácter de imagen una más honda «transparencia» en orden a la encarna­ción viviente de ámbitos de sentido. Las palabras, y más aún las frases y periodos, exigen un campo de libre juego en el que moverse con libertad v potenciar su significa­ción. La amplitud de ésta desborda indefinidamente la capacidad expresiva de las imágenes concretas. Por eso es tan difícil el intento de traducir en imágenes visuales el contenido de una poesía. El poder creador del «poeta» consiste en hacer posible una visión de lo real en profundidad, bien sabido que lo profundo no es lo recóndito e insólito, sino la realidad en su plenitud de desarrollo y autodespliegue. De ahí que si la poesía estiliza la realidad y la transustancia, no persigue con ello la simple evasión de la realidad cotidia­na, sino el adentramiento en su sentido más hondo, el que se va creando a medida que se fundan más amplios y complejos ámbitos de interacción. Esta fundación es por parte del hombre una actitud de «compromiso», la voluntad de vivir a un nivel de altas presiones de comu­nicación, ya que la vida no es sino un modo de relación dialógica en clima de amor y acatamiento. De ahí que la luz poética, como la filosófica, sólo vibre a través de un medio hecho transparente por la reverencia. Es com­prensible que las épocas vertidas febrilmente al dominio y manipulación de lo real deprecien el quehacer poético como algo irreal e ineficiente. La tenacidad, sin embargo, con que se impone a lo largo de los siglos la tendencia poética es signo inequívoco de que el «juego poético» afecta a niveles muy hondos de la vida humana. Cuando la quintaesencia de la realidad queda prodigiosamente concentrada en el lábil, grácil y discretísimo cuerpo sonoro de la palabra, ésta se convierte en imagen viviente, y cobra una singular transparencia. La transparencia res­ponde aquí a un «poder de unificación» que es una forma de dominio y de luz, pues en rigor sólo se comprende lo que está transido de «orden». Esta ordenación lumi­nosa provoca en el contemplador una sensación de pleni­tud, una gozosa vibración estética. d) Arte escénico. La vinculación de palabra, ámbito e imagen constituye la clave para entender cómo surge la belleza en el arte escénico. La palabra plena es la palabra hablada, la palabra que corona el proceso expresivo hu­mano. La palabra esencial no es mero «medio para» transmitir contenidos objetivos, sino «medio en» el cual el hombre se auto revela como un ser que sólo alcanza su plenitud cocreando ámbitos de interrelación con los demás. Como este acto cocreador se da justamente en la palabra, ésta es para el hombre un medio ineludible de autorrealización. Cuando la palabra es encarnada por un actor, queda situada en su «justo medio», en el contexto situacional que le compete, como lugar viviente de inter­sección entre el ámbito personal del autor y el del espec­tador. La palabra crea entonces un campo de interferen­cia: el ámbito de contemplación estética, que es algo activamente correlacional. La imagen del actor (su rostro, su mímica, su porte, su andar, el tono de la voz...) cobra valor expresivo al quedar inmersa en la «imagen envol­vente» de la palabra vista como encarnación viviente de un ámbito de sentido. Por eso llamamos «inspirado» al actor que se integre con un modo de participación cocreadora en los campos de sentido que sugieren las palabras. Esta relación nutriciamente envolvente sólo pue­de darse merced al carácter ambital de la expresión huma­na, de la imagen y del sentido. De ahí la común raíz de las palabras «sentido sensible», «sentimiento» y «sentido inteligible». Toda forma de sentir implica en algún grado la cocrea­ción de un ámbito perceptivo. Por muy hondas razones, pues, la palabra «proclamada» desborda el alcance de la simplemente «leída», al inscribirse en una trama ambital más amplia. Si la palabra sólo alcanza su plenitud de significación en el ensamblaje de la frase (que implica un cruce de ámbitos), el lenguaje no logra su cabal den­sidad y hondura sino en el ámbito de la intercomunicación cocreadora de mundos inéditos de experiencia humana y, por tanto, de luz. La palabra en el teatro cobra su plena eficacia creadora y reveladora, pues se evade del poder de manipulación que la hace degenerar en mera cháchara. En cambio, la palabra a solas, puede ser tomada como mero signo que remite instrumentalmente al mundo de los conceptos. Por eso el papel del actor supera con mucho al del mero declamador, ya que la «encarnación» de la obra, al modo de la ejecución musical, desempeña un come­tido «poético» de cocreación de ámbitos interrelacionales: ámbitos de inmersión en el «papel» (en el complejo sig­nificativo del personaje representado); ámbitos de impli­cación de este personaje con los demás de la obra; ámbi­tos de interferencia entre el mundo de los actores y el de los espectadores. De ahí la importancia de los «estre­nos» en la vida teatral, ya que en ellos adquieren las obras su plena realidad. El actor encarna el personaje, es su imagen viviente, su lugar de presencialización. Cuando tal encarnación tiene lugar, estamos ante un quehacer artístico, orlado de cierto grado de belleza. Cada representación artística im­plica una intersección múltiple de ámbitos. Esta inter­acción fecunda no constituye una ilusión de realidad, sino un «juego real», una trama real de campos de sentido. Cada una de las acciones representadas carece de reali­dad, pero ostenta una singular eficiencia al insertarse en la dinámica de líneas de fuerza que constituye la acción dramática. 2. La belleza en las artes no representativas. Ciertas artes, como la música, la ornamentación y la arquitectu­ra, carecen, en sus más puras manifestaciones, de argu­mento extra-artístico, y su actividad parece reducirse a un libre juego de formas. Si distinguimos, no obstante, el «argumento» y el «tema», podemos advertir en estas manifestaciones artísticas una bipolaridad de planos aná­loga a la que descubrirnos en las artes representativas, si bien mucho más sutil y difícil de adivinar, por su con­dición inobjetiva. Este desnivel entitativo libera una poten­te energía expresiva que es fuente de belleza. Por lo que se refiere a la música, se advierte que, apar­te de los efectos anímicos que en ella se expresan y que constituyen una especie de «tema» de carácter metaob­jetivo, sutilmente ambiguo y ágil, se da una suerte de orden metasensible, de «formas germinales» que desbor­dan la fugacidad de los sonidos y les confieren unidad en la distensión, vinculación dinámica. El oír estético se extiende simultáneamente a estos dos niveles jerárquica­mente engarzados, el de los sonidos y el de los elementoconfiguradores que les otorgan unidad y sentido. Este entramado de sentido resplandece a través de la gama sucesiva de sonidos como un género específico de esplendor. De ahí la emoción gozosa que se experimenta al «oír», inmersas en el bosque de los sonidos, las «frases» musicales y, envolviendo a éstas, las diversas «formas» estructurales: la sonata, la sinfonía, el rondó, la fuga, etc. Se trata de un emocionante cruce de ámbitos que queda plasmado con singular transparencia en la materia sono­ra. No procede, pues, tanto contraponer los modos de belleza «libre» o «formal» y los de belleza «adherente» o «expre­siva» (Kant), cuanto integrarlos, mediante un riguroso análisis de los diversos modos de expresividad y de for­malidad. 3. La belleza en el ser humano y en la naturaleza. Cuan­do no se trata de obras artísticas creadas por el hombre con el fin de encarnar contenidos expresivos y producir belleza, es más arduo descubrir la antedicha bipolaridad de niveles. Ésta se da notoria y luminosamente en los seres naturalmente expresivos, como es el hombre, que posee en tal medida el don de autoexpresarse que puede supe­rar la «necesariedad» con que lo hace el animal. Por eso la veracidad es un modo tan intenso de expresión que produce una especial luminosidad y, por tanto, belleza Si la vida interior de un hombre se desborda de tal modo al exterior que satura sus medios expresivos y los trans­figura, convirtiéndolos en campo abierto a su patentización, todo el ser humano cobra un específico brillo y transparencia que es fuente de belleza, aunque la interioridad expresada no ostente las cualidades que comúnmente se consideran bellas. Piénsese en figuras literarias como Ri­cardo III o Fausto. La belleza no radica en el valor moral de la persona, sino en las condiciones de transparencia y plenitud que ostenta su autorrevelación a través de los medios expresivos (formas y dinamismo corporales). En casos, una persona, aun no poseyendo formas excelente­mente proporcionadas, puede considerarse bella merced a su alto poder expresivo. De ahí arranca la belleza de un rostro anciano, de una figura típica o arquetípica, así como, en otro plano, la de una situación vital dramática. Para captar estas formas de belleza, se requiere en el contem­plador una actitud de desinterés o distanciamiento res­pecto a la «vida cotidiana», en la cual la visión estética está excesivamente vinculada al «interés vital», del que arranca la prevalencia que ha tenido la belleza del cuerpo bien formado. Esta «distancia de perspectiva» se alía necesariamente con la forma de «compromiso» que es so­brecogimiento reverente ante lo valioso, y se traduce, así, en perspicacia para advertir las calidades plástico-expre­sivas de las realidades y acontecimientos humanos. El arte verdadero surge en esta fecunda confluencia de dis­tancia y acercamiento que hace posible una visión en profundidad de las realidades complejas. a) La belleza de los seres vivos. En determinadas cir­cunstancias, la figura de los animales constituye un ob­jeto estético que remite nuestra visión a una realidad metasensible: el prodigio de la vida orgánica, con su maravilloso poder de configuración, adaptación, regene­ración y acoplamiento al medio, cualidades que revelan una poderosa armonía y un orden envolvente. Esta con­templación sensible-inteligible de una figura en la que resplandece una vertiente profunda de la realidad tiene un carácter netamente estético, que admite diversos gra­dos en proporción directa a la magnitud del desnivel entitativo que media entre el plano expresivo y el expre­sante. Cuando el hombre supera el influjo de ciertas aversiones de tipo vital respecto a alguno, seres orgáni­cos y adopta una «distancia estética» (forma de compro­miso dialógico con las estructuras hondamente expresiva de la realidad), todo el reino de los seres orgánicos, ani­males y plantas, se ofrece a la intuición estética como la esplendorosa automanifestación de un latente equili­brio y poder configurador. De este modo las figuras se convierten en heraldos vivientes de las formas que en ella llegan a pleno desarrollo, en ellas vibran y hacen glorioso acto de presencia. La bipolaridad del concepto «forma», con su doble vertiente de «principio con configurador» y «figura resultante de tal proceso», está en la raíz de la ambigüedad inherente al fenómeno de lo bello y a toda la Estética. Para comprender el alcance positivo de esta ambigüedad se requiere un concepto muy ágil de sensibilidad, como vía abierta a lo profundo expresante, y de contemplación, como visión inmediata-indirecta de las realidades que se presencializan por vía expresiva en los medios sensibles. Esta dualidad de planos de lo real, jerárquicamente distintos pero complementarios, constituye un «desnivel entitativo» que juega un papel crucial en Estética, ya que se halla en el origen del proceso consti­tutivo de los seres internamente ambitales y, por ende, expresivos. b) La belleza de los órganos dinámicos naturales. La contemplación de las realidades no vivientes cuyas figu­ras son imágenes patentes de una ordenación interna pro­ducen un intenso goce estético. Los remolinos del agua en un torrente, el zigzagueo del rayo, tan semejante al cauce de un río, visto a la debida altura, el esquema membranoso de una hoja de árbol, las ondas concéntri­cas del agua agitada en un punto determinado, y mil otros fenómenos naturales, aparecen a la visión humana insertos en una trama de sentido que en ellos adquiere presencia bajo forma de imagen. Este poder configurador del orden soterrado es el que confiere tan alto valor estético a las fórmulas matemáticas y a las figuras geométricas cuando, mediante la fuerza de la intuición sen­sible-inteligible, se las «ve», respectivamente, como ima­gen visible de ordenaciones latentes (piénsese en la «armo­nía cósmica» de Kepler) y como el fruto de un proceso genético de constitución, según el cual, conforme a leyes determinadas, la línea engendra la superficie y ésta el volumen. La belleza, tan destacada por los antiguos, de las figuras geométricas no responde tanto a su configuración estática cuanto al poder conformador que ostentan sus elementos generantes. No se olvide que, tras toda figura geométrica, incluso una simple línea y sus inflexiones, está presente y actuante un elemento de matemática inte­ligibilidad. El arquitecto Juan de Herrera cantó las exce­lencias de la figura cúbica en su obra Teoría de la figura cúbica. La contemplación del alto cielo estrellado es fuente de belleza por su serena elevación, que es una forma de dominio, su armonía conjunta den­tro del aparente desorden, su ritmo uniforme a lo largo y ancho de la bóveda celeste. Si esta visión sensible es potenciada por la consideración del orden prodigioso que rige el dinamismo de las constelaciones celestes, la con­templación del firmamento acrecienta indefinidamente su valor estético. Por eso desde antiguo se consideró el «or­den de las esferas celestes» como «modélicamente bello». Por razones filosóficas y cosmovisionales: prevalencia de la subjetividad, con la consiguiente supervaloración del «gusto personal», interpretación mecanicista del mundo como masa amorfa, etc., a partir del s. xix el canon mo­délico de la belleza se buscó más bien en el Arte, visto como una «creación» del espíritu humano, del cual se supone constituye la naturaleza un mero reflejo. c) La belleza del paisaje. Cuando el hombre, a redro­pelo de su tendencia a sumergirse en el entorno con un tipo de inmediatez vital, lastrada por multitud de inte­reses, adopta cierta distancia de perspectiva respecto al mismo y acota un aspecto para sacar a superficie sus va­lores plásticos: color, figura, contrastes, etc., convierte el paisaje en objeto estético. Esta visión penetrante advierte tras la imagen sensible de las realidades intuidas una trama dinámica de interrelaciones: interrelación de la montaña y el cielo sobre el que se recorta; del árbol y la tierra en que se asienta; del bosque y la pradera; interrelación de estas realidades y la multitud de procesos orográficos a los que responden y a los cuales remiten, ya que en ellas tienen su lugar de presencialización. En la realidad se dan múltiples interferencias de ámbitos que el artista se cuida de plasmar en su máxima pureza e intensidad, prescindiendo de todo lo que signifique obra muerta en sentido artístico. Más que de reproducir o de imitar la naturaleza, debe hablarse de intuir, seleccionar, captar la trama de interrelaciones esenciales. Sólo a este nivel de «encuentro» con lo profundo de la realidad im­plica la mímesis de lo natural un acto creador y, por tanto, artístico. Las dificultades que plantea en el plano estético teórico el viejo concepto de mímesis y en el plano práctico el uso de modelos proceden del olvido de un hecho fundamental: que la belleza no se halla «dada» objeti­vamente en realidad alguna, sino que es fruto en rigor de un acontecimiento «ambital». Si puede muy justamen­te afirmarse que tal objeto «es» bello, esto responde a la capacidad que el mismo tiene de cofundar con un sujeto un campo de interrelación en que surge el modo de splendor que llamamos belleza. El fenómeno de lo bello muestra una tenacísima resis­tencia a los modos de explicación extremista y unilateral. Ni el sujeto decide, ni el objeto, sino ambos en cuanto se implican el uno al otro a través de la «cocreación ambital» que se da en la experiencia de participación inmersiva. Adviértase que cada realidad es lo que es en el «contexto» que le compete. Para plasmar el trasfondo esencial de la misma y convertirla en símbolo de su espe­cie, lo que procede no es, pues, «idealizarla», sino «ambi­talizarla», inmergirla en el ámbito de sentido en que adquiere su plenitud de significado. La idealización que no es sino desrealización no conduce nunca a la creación estética, que debe, por ley constitutiva, operar vinculada al suelo nutricio de la imagen, verdadera encrucijada de caminos entitativos. El artista penetra en la quinta­esencia de la realidad por vía no de evasión idealizante, sino de atención fidelísima a las resonancias internas de cada ser. Por eso es muy discutible la afirmación de que lo ideal del retratista sea representar en cada figura el carácter de la «especie», ya que a ésta sólo puede acce­derse, en rigor, a través del conocimiento de la «esencia individual» de los seres que la integran. La visión estética del paisaje no se reduce a una con­templación «pictórica» del mismo, en sentido esteticista, antes penetra con intuición genética en los estratos profundos de la realidad que resplandecen en las imágenes sensibles. Este resplandor es fuente de belleza porque implica un fecundo entrecruzamiento ambital. B. Fundamento metafísico de la belleza. A la luz de las experiencias estéticas anteriormente reseñadas, quedan de manifiesto: 1. Propiedades fundamentales del fenómeno de lo bello, que podemos sintetizar en los puntos siguientes: a) La belleza no es fruto de una especulación metafísica, sino una cualidad de lo real que brota espontáneamente en el seno de una determinada experiencia. b) No se reduce, por ello, a una impresión subjetiva, antes implica una correlación profunda entre un sujeto contemplador y un objeto contemplado. Por ser complejo y comprometer al sujeto contemplativo y al objeto con­templado, el fenómeno de lo bello ofrece una vertiente subjetiva y otra objetiva. Esta dualidad de vertientes hace posibles dos puntos de vista estéticos distintos, que pue­den convertirse en antagónicos y opuestos si se carece de tensión mental analéctica, es decir, de la capacidad de integrar planos complementarios. c) La integración de tales vertientes permite conceder al «juicio de gusto» el carácter reciamente objetivo que requiere para ser un modo de conocimiento riguroso (con la rigurosidad propia de las ciencias del espíritu), ya que, si bien tal juicio es competencia del sentimiento, al nivel de hondura en que se mueve la auténtica experiencia de lo bello el sentir supera el plano de lo meramente emotivo, de la conmoción vital irracional, para entrar en una relación muy fecunda con el entendimiento y la vo­luntad, es decir, con el conocimiento y el amor. El recto análisis de la experiencia de lo bello nos fuerza a superar desde el principio falsos dilemas y esquemas precarios, así como toda injustificada extrapolación de categorías. d) El estudio de la actividad psicológica que implica la experiencia estética no basta para determinar la natu­raleza de lo bello, pues tal experiencia tiene carácter dialogal-inmersivo. Los objetos bellos actúan respecto al sujeto no a modo de «cosas» o meros «objetos», sino de ámbitos, que ofrecen, merced a su carácter atmosférico-envolvente, la posibilidad de que el sujeto se inmerja en ellos con una actitud de participación cocreadora. Esta dialéctica de crear y recibir, perderse y ganarse, queda patente en la experiencia de la interpretación musical. Para clarificar con la debida fidelidad el fenómeno de la belleza deben integrarse los conceptos de subjetividad y obje­tividad en el de ambitalidad, en el cual potencian su significación y logran su plenitud de sentido sin el riesgo de la unilateralidad extremista. e) La necesidad de esta integración viene postulada por el hecho decisivo de que tanto el sujeto contemplativo como el objeto de contemplación en cuanto tal no limitan, por ser más bien ámbitos que cosas perfectamente delimi­tadas, de forma que su nodo de interacción comunica­tiva no consiste en un «choque», sino en un entrecruzamiento ambital, acontecimiento de la mayor complejidad y fecundidad que crea un quid novum entitativo: el ámbito de encuentro que funda el acto de creación y contempla­ción estética. La contemplación tiene siempre un carácter en alguna medida creador, creador en distensión, por tanto, cocreador. f) Toda entidad, vista con radicalidad genética, cons­tituye un campo de autopatentización en el que la realidad hace acto de presencia por vía de autodespliegue constitu­tivo. Esta presencialidad creadora se traduce en lumino­sidad y, por esta vía, en emoción estética. El objeto esté­ticamente bello constituye en sí mismo un «ámbito» debido a la bipolaridad de vertientes que encierra: la objetiva expresiva y la metaobjetiva expresante. g) La integración expresiva de estas vertientes transfi­gura los medios expresivos y les confiere una luminosa transparencia, que es fruto del dominio de la diversidad por parte de la unidad. Todo fenómeno expresivo, gesto, un ademán, una palabra, una obra de arte, etc., implica el alto poder de configurar la multiplicidad de elementos objetivos. Esta forma de dominio por vía de transfiguración es un rasgo fundamental de la belleza que explica las definiciones, aparentemente dispares, que dan de la misma. h) A esta relación de dominio que se da en el objeto debe corresponder una proporcional penetración intuitiva por parte del sujeto. A través de los ele­mentos sensibles expresivos, el hombre ve y oye, las estructuras formales que en ellos se encarnan. i) Esta intuición bipolar, que ve en lo sensible el tras­fondo metasensible que en el mismo toma cuerpo, es fuente de un sentimiento de trascendencia, plenitud y agrado o fruición. j) Esta forma de agrado no se reduce a la superficial sensación acariciante producida por las puras percepcio­nes sensibles: determinados colores, sonidos, líneas, superficies, contrastes, etc., que juegan en la experiencia, estética un papel fundamentante, pero elemental, antes bien muestra una proyección espiritual tan vasta como decisiva es la eficiencia de la forma en el proceso genético de un ser. Se trata de un «gozo de plenitud», y la plenitud auténticamente humana debe ganarse a través del autodespliegue creador que tiene lugar en las experiencias de participación cocreadora inmersiva. Sentir agrado estético ante un objeto bello, contemplarlo fruiti­vamente, implica una intensa actividad cocreadora. Por eso el espectador, el contemplador, el ejecutante están llamados a la gran tarea de cerrar el círculo de la acción creadora iniciada por el autor de la obra de arte. Lo bello es «lo más amable» (Platón), lo que más atrae al hombre por tratarse de una forma de esplendor que surge cuando se crean ámbitos que son una apelación a la co­creación de otros ámbitos. El atractivo no se resuelve en mero agrado, sino en una fecunda actividad creadora. Lo bello atrae no por meramente agradable, sino por «ambi­tal». Todo ámbito es sugestivo por su carácter «envol­vente» que invita a la inmersión participativa de la que se sigue la creación subsiguiente de otros ámbitos. A esta nutricia condición englobante se alude en el fondo cuando se habla de «intimidad», que en los niveles entitativos superiores no indica un reducto contrapuesto a la «exte­rioridad», sino justo el poder de autoconstituirse cocrean­do ámbitos con los seres del entorno. Esta prodigiosa vinculación de la apertura y el logro de la mismidad pone de manifiesto que en el plano de la realidad personal los esquemas «dentro-fuera», «interioridad-exterioridad», «inmanencia-trascendencia» deben ser interpretados en un sentido no trivialmente espacial, sino dinámico-genético-­ambital. El gran poder expresivo y sugestivo del arte radica justamente en su ambitalidad lúdica, es decir, en su capacidad de crear entramados de sentido que consti­tuyen la nervatura dinámica de la realidad y desbordan el nivel de lo meramente imagina­rio. Así, una buena obra teatral, constituye una trama de acción quintaesenciada, recia, sobreabundantemente saturada de sentido. Para captar bien esta condición am­bital de lo representado en la misma, deben los espectadores .... dores inmergirse en la acción escénica, entrecruzando la trama ambital de sus vidas con la trama de la obra. En tal cruce creador se alumbra la luz del conocimiento profundo, pues este proceso de «ambitalización» transfi­gura y potencia a los seres que «no limitan», y toda poten­ciación transfiguradora es fuente muy alta de luz, de splendor. La belleza es conjurada por todo fenómeno de enca­balgamiento y cruce de realidades ambitales. Por eso surge en la integración orgánica de niveles entitativos dispares, integración que se da en todo fenómeno expre­sivo, y en la interacción de seres cargados de sentido: convivencia humana, acción lúdica, juego de formas, etc. La proporción, cl orden, la medida, la armonía, la inte­gridad y demás cualidades del objeto bello según la Esté­tica clásica aparecen, a la luz de una visión genética, como manifestación reluciente de fecundos entrecruza­mientos ambitales. Ello permite comprender por qué se subraya actualmente de modo singular que la b, no radica ni en cl «fondo» (contenido o idea) ni en la «forma» (en el sentido de «figura» sensible), sino en la «aparición» de aquél en ésta, modo de presencialización configurado­ra que funda un ámbito interaccional. La belleza de una figura geométrica responde al hecho de que en sus carac­terísticas externas sensibles, con su peculiar armonía, pro­porción, integridad, etc., resplandece transparentemente el proceso interno de gestación de la misma, con lo que ello implica de interacción dinámica de líneas de fuerza v de sentido. La belleza de las formas de un tigre en actitud de salto está profundamente vinculada con el «ámbito» de predación que tal figura sugiere. En las estilizadas formas de la gacela de Grand, que embellece las llanuras afri­canas, quedan brillantemente de manifiesto los campos de actividad que ella funda a impulsos de su instinto de conservación. Las actitudes expresivas: tensión, ternura, temor, ayuda, agresividad, etc., son, vistas con la debida penetración genética, actitudes «ambitales», va que sig­nifican la cofundación de un campo relacional de sentido que, en virtud de las leyes de selectividad y evolución, influye decisivamente, a lo largo de los amplios periodos históricos, en la configuración de los seres vivos. Los mis­mos colores elementales ejercen una especie de función «ambital» en cuanto colaboran a fundar climas de acogi­miento, exaltación, depresión, etc. Para dar razón de la belleza hay que analizar: 1) las condiciones que, según 1a Estética tradicional, fundan la más fácil y perfecta inte­ligibilidad del objeto, y 2) las leyes que rigen la cocrea­ción de ámbitos y el mutuo ensamblaje de los mismos. k) La experiencia de la b, pende de la visión sensible-­inteligible que capta los fenómenos de transparencia expre­siva. El objeto bello está de tal modo estructurado que su contemplación integral (sensible-inteligible) causa un gozo singular por constituir una operación cocreadora plenificante. E1 fin de la experiencia estética no es, como queda dicho, el agrado o el gozo, sino la cocreación de una entidad nueva, integrada por un poderoso «juego» de formas. I) Todo proceso creador implica un poder de ordena­ción y configuración que se traduce en dominio, unidad, ,jerarquía, proporción, medida, armonía; integridad, poder expresivo, tensión simbólica, coordinación de funcionali­dad y economía de medios. En la base de todo concepto estéticamente relevante late una idea de «dominio», una poderosidad entitativa de autopatentización por vía de despliegue ambital-constelacional. E1 fenómeno de la belleza no está integrado solamente ni en primer lugar por las celebradas condiciones de «peso, número y medida» de la materia organizada, sino también por la energía configu­radora de la realidad que se expresa a través de la misma, en virtud de una donación libre y amorosa, sin renunciar a su connatural misterio. Antes que un principio de delimitación y oclusión, la forma es fuente de plenitud. plenitud de notas que se complementan constelacionalmente y dan así lugar a un ser sustantivo. «La forma no sólo está encarnada, es siempre encarna­ción» (Focillon). m) Esta transparencia de la realidad autodesplegante en las notas que la integran constituye el género especial de claritas que llamamos belleza. La belleza es, desde esta perspectiva, un acontecimiento creador, no una realidad estática. En esta línea se mueven ciertas interpretaciones dinámico-genéticas de la belleza, como la de Urs von Balthu­sar, G. Nebel y G. Siewerth. n) La «integridad» de notas que responde al autodespliegue de la realidad configurante ostenta una peculiar ordenación (proporción, armonía) que suscita el agrado de las funciones cognoscitivas. La proporción rige la­s relaciones cuantitativas de dimensión y número que estructuran los objetos bellos. La armonía rige las relaciones cualitativas de semejanza, fusión y contraste. ñ) Vista la realidad genéticamente, se advierte la común raíz de la transfiguración de los medios expresivos, la proporción y armonía de los mismos y cl splendor que irradian al ser objeto de contemplación. o) Si denominamos «bien» a la realidad como prin­cipio de su difusiva autoconstitución de tipo constelacio­nal, y «verdad» a la autopatentización de tal realidad que tiene lugar cuando ésta se constituye en su ser por vía de autodespliegue respectivo, por belleza se entenderá, a nivel metafísico trascendental, la luminosidad que desprende esta relucencia de lo real en su manifestación externa. La búsqueda metafísica del fundamento de la belleza no se dirige a precisar la naturaleza última de lo «bello en sí», sino a descubrir la razón honda por lo que los «acontecimientos» de la, naturaleza (los natural primarios o cosas, seres vivos y personas; los naturales secundarios o modos de encuentro entre los sujetos y la> cosas; los artificiales y artísticos) son experimentad como bellos. p) La belleza no es el Bien (corriente platónica), ni lo manifestación sensible de la Idea (corriente hegeliana), sino la transparencia irradiante de la realidad en sus medios expresivos, el acontecimiento transfigurador por el cual la realidad más honda se presencializa en los entes que ella misma crea al autodesplegarse. q) A esta luz, la consideración de la belleza como splendor ordinis, lux splendors supra formatum, expresiones consagradas de antiguo, y la de las cosas bellas como «las realidades que vistas agradan» y cuya misma aprehensión misma aprehensión deleita» (S. Tomás, 1 q5 a4 adl; 1-­q27 al ad3), cobra un sentido de largo alcance, según el cual lo bello no se contrapone a lo feo, sino a lo malogrado, a lo ¡m-perfecto, lo que, por no haber alcanzado la plenitud de la sustantividad, no constituye un «mundo propio y carece de la claritas que irradia toda forma llegada a buen término, entendiendo por tal la configuración definitiva de un ser y su apertura cocreadora de ámbitos, a los seres de su entorno. 2. ¿Qué es belleza? Esta unidad de plenitud propia de apertura distensiva hace posible afirmar: l) que la belleza es un fenómeno eminentemente «objetivo» y, a la par, «ambital», y 2) que la experiencia estética implica una penetración cognoscitiva en el objeto bello. Cuando se di­ce que un ser es bello en sí mismo, esta expresión no quiere indicar que tal género de belleza se dé con independencia de todo sujeto contemplador, sino justo lo contrario, a saber que «de suyo», por sí mismo, todo ser está abierto al sujeto en medida directamente proporcional a su mismi­dad, a su individualidad sustantiva. que, como sabemos, admite diversos grados. Los trascendentales verdad y bondad indican esta apertura valiosa, y el resplandor es­pecífico de esta donación llena de sentido y, por tanto, de valor, es la belleza. Lo específico de la belleza es esta forma de relucencia enraizada en lo más hondo de la realidad. Se da una dialéctica fascinante entre la aparición presencial de lo profundo en la forma estética y la remisión simul­tánea de ésta a lo profundo. La presencia de una realidad valiosa que no pierde, en su patencia, la hondura que la hace eternamente ausente produce sobre la inteligencia­-sentiente del hombre una muy intensa sugestión. La orien­tación de la Estética clásica parece responder, más bien, a la primera fase de este proceso circular y destaca, por ello, la forma que encarna a lo profundo expresante. La orientación romántica responde a la segunda fase y subra­ya la forma en cuanto siente nostalgia por lo profundo inexhaurible. Merced a esta dialéctica de ausencia y presencia, lo bello es «lo más luminoso y amable» (Platón, Fedro, 2500) y ejerce una función «anagógica», media] entre la «apariencia» y la «idea» y, como tal, vehículo viviente de la «participación» (mezexis) y la consiguiente presencialización del eidos. El esplendor de lo bello es una luminosidad de configuración, porque brota al conjunto del proceso constitutivo que impulsa la forma. De forma se deriva formosus (hermoso). Dar forma es fundar una trama de realidad y, por tanto, de sentido e inteligibi­lidad. La luz de la belleza, como la luz física, es creadora de ámbitos. Por eso se conectan tan fecundamente la imagen, la palabra y la belleza Todo campo de sentido es, de por sí, fuente de luz. La luz de la comprensión, como la de la contemplación estética, surge cuando se crea entre el sujeto y el objeto un ámbito de interacción par­ticipativa del cual es portador nato y viviente la palabra. De ahí que cuando se busca el bien, principio de expan­sión, aparece lo bello (Platón, Filebo) y se hace patente la honorabilidad y apetibilidad de lo perfecto, de aquello que, por «terminado», posibilita un acto de in­mersión participativa en el mismo, e invita a realizarlo con una forma de atracción ambital nutricia. Es sintomático que Platón, en el Fedro, ejemplifique la teoría de la «participación» a base de la experiencia estética. Si la inmersión participativa es un modo de expe­riencia en cuyo seno brota la luz de inteligibilidad y la belleza es un género de esplendor, se com­prende que entre la Belleza y la participación inmersiva (con su entrecruzamiento de ámbitos) debe mediar una pro­funda correlación. Las propiedades trascendentales de la realidad tienen un carácter dialógico-ambital, toto coelo (absolutamente) distinto del meramente relativista. Ello permite afirmar con intención de largo alcance que bello es lo integrado, lo comprometido en comunes tareas creadoras. Lo feo es lo inarticulado, lo que, al sentirse falto de la imprescin­dible cohesión configuradora, se crispa sobre sí mismo en actitud insolidaria. El desinterés específico de la ex­periencia estética no indica, por tanto, desarraigo y frial­dad afectiva, sino, en aparente paradoja, compromiso con realidades ambitales, grávidas de sentido, y, en consecuen­cia, envolventes, que exigen para su cabal conocimiento y fruición una actitud de entrega generosa, entrega a una labor de colaboración creadora, opuesta a toda trivial pretensión utilitarista, que reduce los objetos de conoci­miento a meros «objetos», haciendo con ello imposible toda experiencia de participación inmersiva cofundadora de ámbitos. «Lo bello es una finalidad sin fin utilitaris­ta» (Kant). Esta consideración genético-ambital de la belleza nos permite advertir su íntima conexión con el bien, entendido como término de una tensión apetitiva, y con el bien moral, pues la actividad ética y la estética con­sisten radicalmente en la cocreación de ámbitos. El hom­bre desea, el hombre crea aquellas realidades que, por su amplitud de sentido, hacen posible el despliegue de la personalidad humana por vía de participación ambital­-inmersiva. La belleza no «atrae al alma humana» sólo por constituir un halago a los sentidos y hacer entrar en conmoción al sentimiento, sino ante todo porque tiene y supera transfiguradoramente el hiato o desnivel entre lo sensible y lo metasensible y deja con ello luminosamente patente la existencia de realidades com­plejas, desbordantes de sentido y, por tanto, de luz. La luz de la belleza brota al hacerse patente la realidad en su trama de interrelaciones. Por eso la experiencia estética contemplativa sólo se da cuando el sujeto establece con el objeto bello vínculos de comunicación cocreadora. La belleza es un acontecimiento lúdico ineludiblemente creador, y, por ello, eminentemente real. No se identifique sin más «inteligible» con «ideal», en sentido de «no-real», pues la inteligibilidad que brota en la actividad contemplativa ostenta un singular poder configurador de realidad. Con ello se abre una vía fecunda para la integración de la con­cepción metafísica y la axiológica de la belleza ya que el concepto de ámbito desborda el carácter fixista de ciertos conceptos ontológicos y metafísicos, y ostenta la movilidad que aporta el moderno concepto de valor. Al ser tan reales como valiosos, tan firmes como flexibles. tan robustos como relacionales, los ámbitos ofrecen una base óptima para vencer la proclividad del pensamiento moderno al relativismo y al absolutismo. Según todo lo antedicho, la teoría de la belleza compromete la teoría de la realidad (su constitución por vía de auto­despliegue respectivo), de la verdad, la bondad y el hombre (la sensibilidad, la imaginación, la inteligencia, la voluntad; su constitutiva ambitalidad, su capacidad intuitiva, su expresividad, etc.). Voz belleza de la GER. Rialp, Madrid, 1971, por A. López Quintás