1/03/2006

Filocalia

Capítulo de Filocalia, ensayo de Pedro Urbina, publicado por Rialp, que aborda la belleza desde un punto de vista metafísico. Humanidad del hacer artístico Pocas actividades hay más plenamente huma­nas que el hacer artístico. Hablar de la obra ar­tística en sí misma es una ficción, es entrar en el estéril campo de las salinas. La obra en sí misma no tiene ni fines propios ni reglas propias. No es la obra artística algo autónomo y aislado. Es y tiene sentido y fundamento en el ser. El ser del Creador, el ser de lo por Él creado, el ser del artista, el ser del espacio y del tiempo y de las otras personas y realidades en que vive el artista. De ese ser surgen las reglas y fines, y en ese ser se fundamenta el valor de una determinada obra de arte. ¿En sí misma? Es una ficción. Como es ficción el valor de una moneda de curso legal. Imaginemos -es un supuesto imposible, pero sirve de ejemplo- la mejor crítica y valoración de una sinfonía. Nunca jamás se ha hecho ni se hará mejor valoración. Pues esto es nada; porque el ser de la sinfonía -que bebe del ser al que me referí- se dilata continuamente en efectos, con­secuencias, brillos, latidos... imprevisibles, inal­canzables, abierta hacia el futuro. ¿Pero por qué se piensa que es de otro modo? ¿Una verdad dicha puede ser valorada? ¿Puede hablarse con sentido de reglas o fines de la verdad misma, en sí misma considerada, que se dijo? No se puede. Las consecuencias y la vida de una verdad dicha no se saben, porque es su ser como la fuerza de un volcán, que en su hon­dura saca nuevos fuegos y una ardiente lava. ¿Puede acaso decirse que una obra buena tiene sus propias reglas y fines, alguien es capaz de valorarla? La obra de arte o es plenamente humana o no es nada; o lo que hace el artista está armonizado en la armonía universal, fundamentado en el ser de la realidad, con su inmanencia y su trascen­dencia, o es menos que nada: una obra satánica. Satánica, sí, pues sólo Satanás y los satanizados dicen: «¡No serviré!», seré como Dios, haré como Dios; mis obras no surgirán ni dependerán de Él ni de su creación ni de los otros hombres. Yo haré con mi yo nuevo: el de la oscuridad del «¡No!». El arte hace belleza y, por eso, no es inhumano. No sé qué pretendía esa época bajo el proyecto de la deshumanización del arte; pretendiera lo que pretendiera, iba encaminada al non serviam, a hacer del hombre artista un ridículo satanás. ¿Qué sería de mí si, de un modo absoluto, yo pusiera todo mi ser al servicio de la obra que hago? Lo que sería de mí es la autoaniquilación. En un sentido común -como hace el labriego, el oficinista, el ama de casa, la telefonista- yo pongo todo mi ser (mis cinco sentidos, como se suele decir) en hacer la obra que hago. Pero no desligado, pero no desarraigado. Mi obra de arte no es una isla ni un islote, es un río de luz en la realidad desde la realidad. Mí fin, el fin de mi obra, por eso, es humano, el de una criatura del Creador. Mi fin no es mi obra como sí continuamente estuviera comiendo man­zanas del árbol de la ciencia del bien y del mal, y sonriendo con intención a la brillante serpiente. El arte es humano por su fin. Decir que el arte sólo es humano por su modo de hacer es un sinsentido. El modo no es esen­cial si no por el fin, si no hay fin humano no hay modo humano, sino simulación del modo huma­no, simulación de lo humano sin serlo. El modo se hace esencial por el fin. Y porque el fin del arte es humano, el modo es humano. Nunca me ha gustado esa etiqueta pretendida­mente definidora del hombre: animal racional y mortal. El hombre no es sólo animal; no lo es de una manera inadecuada, incompleta; primordial ni principalmente. El hombre no es sólo racional. Ya sé que racional no índica solamente razona­dor, pero lo implica. El artista, pues es hombre, razona; pero en general es el menos razonador de los hombres, y, de un modo estricto, mientras hace no razona. Advertí al principio del libro que iba a hablar del artista perfecto, del artista modelo ideal. Sí metí en el mismo saco artesanía y arte, está más que claro que hay -hay- gradaciones de belleza en las distintas obras de arte: desde las geniales obras cumbre hasta el arte que podría llamar de divulgación. En ese arte menos luminoso, por eso, por menos intensamente bello, hay más razo­namiento y previsión pensada; pero en la auténti­ca creación artística descubridora no hay previ­sión pensada, y, mientras se hace, no hay razonar. Repito una afirmación anterior: el hacer arte es una contemplación activa, es una acción contem­plativa. Por tanto, no hay lapso de tiempo entre el ver y el hacer, no hay hiato, no hay proyecto ni planos previos. Porque el fin de la obra de arte es plenamente humano, hay una lucecita inicial que va cre­ciendo en mí vivir, que se va formando como una semilla desconocida. Se va preparando, sí, pero no en la razón razonadora. La obra de arte no es un pensamiento razo­nado que se ha trasladado a una materia. No pienso con mi razón y, una vez concluido el razonamiento, lo plasmo en una materia. Nada de eso. Transformo la materia mientras veo. Mi ver es inteligente, pero no razonador, y me­nos aún previo. E1 arte no es producto de una suma: primero razono y luego racionalizo la materia. Eso no sería uno. Y el hacer artístico es uno. Mientras veo ilumino la materia que, ilumi­nada, queda transformada: es bella, es arte. Y esta luz es para la materia. No es una luz es­peculativa, que ya sería algo en sí misma, que luego se mete en una materia. Es la luz que le faltaba a esa materia. Es la resu­rrección de una materia. Es acción una que une. Análogamente a como es una aberración heré­tica explicar la realidad de la Eucaristía como im­panación -Jesucristo metido en el pan-, así es un craso error pensar que el arte es haber metido una idea razonada en una materia. Análogamente el arte es transubstanciación,- bien que la materia artística no deja de ser materia, pero ha sido tan iluminada, tan resucitada, tan transformada -de forma, no sólo de figura- que es otra. Casi cabría decir que tiene materia esa obra de arte, más que que hay materia o es materia. El hombre tiene cuerpo, no tanto es cuerpo, es más alma, pues de ella vive el cuerpo. El cadáver sí que es materia-materia. Y esto es así porque la acción del hacer artís­tico es un ver inteligente que, mientras dura la iluminación, ilumina una materia. Es un estar siendo iluminado para iluminar a un tiempo, a la vez. Obras de arte de menos belleza -más divul­gadoras- sufren en algo el tramposo haber pen­sado previo, el cómodo plan razonado; pero quienes lo hacen así saben que no son creadores, que no son el modelo de artista, que no son ple­namente hacedores de belleza. Hay otra trampa o escamoteo: es el de los pen­sadores, filósofos, razonadores... que utilizan el modo o el aspecto del arte (una novela, una obra de teatro) para decir ideas que previamente ya es­taban maduras, cocidas, en el horno de la razón. Y las meten bajo el disfraz. Si la idea está madura ya está madura y debe ser dicha, pero este decir no es arte. El arte hace mientras ve, en el hacer ve, en la visión hace. Una vez hecho y acabado viene o puede venir el retoque o el perfeccionamiento, que se hace con profesionalidad, costumbre, con cierta frial­dad razonadora. Pero esta autocrítica es poste­rior. Algo así como si a una madre que acaba de tener un hijo le cupiera la posibilidad de mejorar a su hijo. Este tema de la autocrítica razonada posterior exige un estudio aparte. En ella el artista ya no se comporta tanto como creador, sino más como es­pectador. Si se tratara de una novela, por ejem­plo, se comporta más como lector, aunque sea su propia obra. De ahí que resulte más bien fácil cri­ticar, corregir lo de otro. No hablemos de razón en este bello hacer, en este hacer lo bello, sino de inteligencia, de visión, y no sé sí es correcto decir también intuición. Y este ver no es previo ni termina antes de hacer, sino que es en un mientras, mientras se ve hay que hacer, y mientras se hace se ve mejor. Se ter­mina de hacer cuando ya no se ve, cuando la luz se ha ido. Seguir haciendo cuando la luz se ha ido estropea la obra de arte. Cuando un artista termina una obra de arte, del todo, suele sentir el terror de la oscuridad, el temor de que la luz no vuelva. Porque no está en su mano traer la luz. La luz viene. Uno se puede dis­poner, esperarla, desearla; pero no puedo hacer esa luz como cuando razono, que entonces sí traigo luz. -¿Y ahora qué vas a hacer? -No lo sé. Ésta es la contestación de un auténtico artista: una vez acabada la obra no sabe qué hará. Guarda silencio, pudoroso y temeroso silencio, porque se siente desvalido, porque sabe que la luz le viene, que él no la trae. De todos modos, si esto que acabo de decir es -me parece que es así- cierto, es también cierto que, en más o en menos, el artista está siempre iluminado, inspirado, pues es un estado. Estado habitual en el que, de cuando en cuando, brillan fulgores excepcionales.